Prólogo

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25 de diciembre

Era un día gris tormentoso, uno de tantos en aquel lugar. Hacía horas que llovía a raudales, pero no es como si eso fuera a desalentar de alguna manera al Príncipe Alfred.

Esa noche era Navidad y todos en el castillo corrían de un lado para otro sin atreverse a detenerse ni por un instante, en un afán desesperado por complacer hasta la más absurda de las exigencias de su príncipe. Aunque lo cierto era que muchos de ellos hacía tiempo que habían perdido la esperanza de conseguirlo.

Alfred había sido siempre un joven caprichoso y consentido al que nunca se le había negado nada en la vida, haciéndose con todo cuanto quería. Poco importaba si se trataba de alcohol, oro o mujeres, si el Príncipe Alfred lo pedía se le concedía. Lo que lo llevó a convertirse en el hombre de ese entonces... Arrogante, egoísta y superficial, con un corazón de piedra que nadie logró conmover jamás.

Tras la muerte de sus padres en un accidente, ese corazón suyo se endureció aún más y lo pagó con todos aquellos que permanecieron firmes a su lado en lugar de abandonarlo.

Finalmente, llegó la hora de la cena y un impaciente a la vez que expectante Alfred descendió por la majestuosa escalera de mármol, inspeccionando con ojo crítico la decoración del lugar, así como el suculento manjar que lo esperaba a continuación en el salón principal. Todo parecía perfecto. A simple vista cualquiera diría que aguardaban la llegada de un Rey dado el cuidado de los detalles y, sin embargo, él seguía sintiéndose insatisfecho. Un inexplicable vacío en el pecho parecía corroerlo por dentro, restándole valor al presente e impidiéndole disfrutar.

Frustrado, avanzó con grandes zancadas hacia la imponente mesa de caoba e ignorando el jadeo asustado de uno de sus sirvientes, barrió con un brazo parte de los platos antes de volcarla por completo. Echando de esta manera a perder toda la comida que con tanto esmero había sido preparada. Por un momento todo quedó en silencio, sólo perturbado por la agitada respiración del Príncipe. No duró mucho.

Una de las velas caídas prendió fuego al mantel y los criados no tardaron entonces en reaccionar, apresurándose en apagarlo antes de que derivara en algo peor.

Un airado Alfred dejó el salón con paso decidido, para salir sin más bajo la lluvia con intención de despejarse. ¿Qué le ocurría? No estaba seguro... La sensación de las frías gotas deslizándose por su rostro y empapándolo lo calmaban. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando una oscura y encorvada figura apareció de la nada frente a él. Pronto su sorpresa dio de nuevo paso a la ira.

– ¿Quién es usted? –le preguntó de mala manera, tal y como acostumbraba a hacer con la gente a su servicio. – ¿Y qué diablos hace aquí?

– Señor... Sólo soy una pobre anciana que busca cobijo en el hogar de alguien con buen corazón, que me permita pasar la noche al resguardo de este aguacero. –le respondió ésta suavemente, in inmutarse por su repentino enfado injustificado.

– ¡Mi castillo no es ningún albergue! –exclamó él secamente, la furia creciendo por momentos. – ¡Haríais bien en marcharos, antes de que me canse y mande soltar a los perros!

No podía creerlo. Una mujer de su estatus... ¡Un vejestorio! ¡Y se atrevía a dirigirse a él, por ayuda, sin ofrecerle siquiera algo a cambio! No esperaría en serio que aceptase sin más. Harto, decidió que ya había escuchado tonterías más que suficientes por un día, como para aguantar ahora a una anciana loca. Se dispuso a regresar al interior cuando, pareciendo adivinar sus intenciones, ella le dijo:

– Esperad por favor, Señor, os lo ruego... No dispongo del dinero suficiente para compensaros por vuestras acciones, pero como pago por vuestra bondad, os ofrezco esta preciosa rosa. Está encantada y os ayudará a encontrar el amor verdadero.

Era una rosa enorme, de un rojo tan intenso como la sangre. Sus espinas habían sido habilidosamente recortadas a fin de poder cogerla sin miedo a sufrir daño alguno, pero que a su vez no hiriera tampoco a la rosa. Contemplándola, para cualquier persona con algo de juicio, saltaría a la vista que la flor parecía emitir unas extrañas vibraciones, respaldando la anterior declaración de la desconocida.

Pero Alfred, avaricioso y testarudo como era, la rechazó sin miramientos y se marchó, cerrando la puerta de un portazo tal y como tenía pensado hacer desde un principio. A su espalda, los criados lo observaban asustados al desconocer cuál sería su próxima reacción. Mas esta no llegaría a darse.

Súbitamente, un extraño brillo verduzco iluminó la estancia a través de los resquicios de la puerta, justo antes de que se abriera de golpe sin que ninguno de los presentes hubiera tenido la oportunidad de tocarla. Al otro lado, ya no se encontraba ninguna anciana sino la más bella mujer que habían visto nunca. Levitando a pocos pies del suelo y ataviada con una túnica blanca, el pelo rubio hasta las caderas y unos ojos entristecidos del más puro verde esmeralda y que parecían estar echando chispas. Sus labios, del mismo color que la rosa que descansaba cuidadosamente en su mano, no sonreían.

– Alfred... –su nombre retumbó por las paredes de todo el castillo, aunque ella no hubiese alzado la voz. – Te he dado muchas oportunidades a lo largo de tu vida, intentando convencerme a mí misma de que con el tiempo cambiarías. Me equivoqué. Tratas a los demás con desprecio y crueldad, creyéndolos inferiores a ti y que por lo tanto no merecen codearse contigo. Piensas que el simple hecho de dirigirles la palabra debería hacerlos sentirse honrados. En todos estos años no has sido capaz de realizar ni una sola buena acción desinteresada.

» Esta noche de Navidad, conocida por ser fuente de alegría y felicidad, decidí darte una última oportunidad. Bastaría con que permitiese guarecerse de la tempestad a una pobre anciana, yo misma disfrazada, para que olvidase todos tus pecados. No obstante, me echaste de tu casa sin dudarlo ni un segundo al no tener nada más que ofrecerte que una simple rosa, sin saber lo que esto te acarrearía.

– ¡Por favor Diosa, ten piedad de mí! ¡Juro cambiar! ¡Lo juro! –suplicó él de rodillas.

– Mucho me temo que ya es tarde para eso, me has defraudado demasiadas veces. A partir de este momento, tú y tus criados quedáis malditos a vagar por la eternidad como monstruos, parias de la sociedad. La rosa quedará a tu cuidado, deberás plantarla y ocuparte del rosal que de ella nazca. Os temerán, mas antes de que el último de sus pétalos caiga deberás haber sido capaz de encontrar a alguien que sea capaz de amarte con todo su corazón y desde lo más profundo de su alma, muy a pesar de tu apariencia.

» Lo que antes pudo ser una bendición ahora será tu condena. En el mismo instante en el que el rosal al completo muera, la maldición será permanente y perderéis todo rastro de vuestra antigua humanidad.

Una vez acabado su discurso, chasqueó los dedos y Alfred cayó al suelo retorciéndose de dolor, mientras sus facciones se deformaban para dar paso a un monstruo de dos metros, con cuernos... 

Bella y Bestia ~Donde viven las historias. Descúbrelo ahora