El Pescador y su alma - Oscar Wilde

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Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua.
Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos.
Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo:
-O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar.
Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua.
Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba profundamente dormida.
Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos.
Tan bella era aquella sirenita que cuando el joven Pescador la vio, se sintió sobrecogido de maravilla, alargó la mano y la atrajo hasta él; luego inclinándose sobre el borde de la barca, la tomó en brazos. Pero apenas la tocó, la sirenita gritó como una gaviota asustada, y despertó, y lo miró con sus ojos de amatista llenos de terror, esforzándose en un vano intento de escapar. Él la sujetó poderosamente abrazada, sin dejarla escapar.
Cuando la sirenita comprendió que no había forma de huir se puso a llorar y dijo:
-Te suplico que me dejes en libertad. Soy la hija única de un Rey, y mi padre ya es viejo y vive solo.
Pero el joven Pescador respondió:
-No te soltaré hasta que me prometas que cada vez que te llame obedecerás mi llamada, y cantarás para mí. A los peces les fascina el oír las canciones del pueblo del mar, y así mis redes estarán siempre llenas.
-¿Juras que me soltarás si te hago esa promesa? -preguntó la sirena.
-Juro que te soltaré -respondió el joven Pescador.
Ella hizo entonces la promesa pactada, jurando con el juramento de los hijos del Mar. Él abrió los brazos y la sirenita se sumergió en el agua temblando con un extraño temblor.
Todas las tardes el joven Pescador se internaba mar adentro, y llamaba a la sirena, y ella acudía invariablemente; salía del agua y cantaba. En torno de ella nadaban los delfines, y las gaviotas le revoloteaban sobre la cabeza.
Cantaba una canción maravillosa.
Cantaba sobre los hijos del Mar que llevan sus rebaños de gruta en gruta, cargando los ternerillos al hombro; cantaba acerca de los tritones, que tienen largas barbas verdes y pechos velludos, y hacen sonar sus retorcidas caracolas cuando pasa el Rey; cantaba sobre el palacio del Rey que es todo de ámbar, y su techo es de claras esmeraldas, y el pavimento está formado de resplandecientes perlas; y cantaba sobre los jardines del Mar, donde los grandes abanicos de coral se balancean todo el día, y los peces nadan alrededor como pájaros de plata, y las anémonas se cogen a las rocas y en la arena amarilla florecen con grandes corolas rojas. Cantaba de las vastas ballenas, que bajan de los mares del Norte con sus barbas cuajadas de agudos carámbanos; cantaba también acerca de las sirenas, que cantan tales maravillas, que los mercaderes deben taparse con cera los oídos, por temor, al escucharlas, de saltar al agua y ahogarse; cantaba sobre las naves hundidas, con sus altos mástiles y sus marineros aferrados aún a las jarcias, y de las caballas entrando y saliendo por los huecos abiertos en el casco; cantaba sobre las lapas diminutas, que son grandes viajeras porque adheridas a la quilla de los barcos dan vueltas al mundo una y otra vez; y cantaba de las jibias, que habitan los arrecifes y extienden sus largos brazos negros, y pueden crear la noche cuando se les antoja. Cantaba al Nautilus, que tiene un barquito tallado en ópalo y se gobierna con una vela de plata; cantaba a los grandes leones marinos, con sus colmillos curvos, y a los hipocampos, de crines flotantes y graciosos cuerpos de carey rojo y cabriolante.
Mientras la sirenita cantaba, los atunes subían de las profundidades para oíra, y el joven Pescador lanzaba sus redes al mar y los atrapaba, o bien traspasaba con su arpón a los más grandes. Y cuando tenía su barca bien cargada, la sirena le sonreía y se sumergía nuevamente hacia el reino de su padre.
Sin embargo, ella nunca se le acercó tanto como para que el Pescador pudiese volver a tocarla. Muchas veces él la llamó y le suplicó, pero ella no quería; y cuando trataba de capturarla, ella se zambullía en el mar con la grácil rapidez de una foca, y ya no volvía a verla en todo el día. Y cada día el sonido de su voz era más dulce. Tan dulce era la voz de la sirena que a veces el pescador olvidaba sus redes. Esas tardes pasaban en cardumen los atunes con sus aletas purpúreas y sus ojos de oro elástico, sin que el pescador se diera cuenta. Esas tardes el arpón descansaba ocioso a su lado, y los cestos de mimbre quedaban vacíos. El Pescador, con los labios entreabiertos y los ojos llenos de maravilla, se quedaba muy quieto en la barca, escuchando, escuchando, hasta que la niebla llegaba arrastrándose a envolver la embarcación y la luna tenía de plata su cuerpo de bronce.
Y una tarde llamó a la sirena y le dijo:
-Sirenita, sirenita, yo te quiero. Seamos novios, porque estoy enamorado de ti..
Pero la sirena negó moviendo tristemente la cabeza, mientras decía:
-Tienes un alma humana. Sólo podría amarte yo si tú te desprendieses de tu alma.
Entonces el joven pescador se dijo:
-¿De qué me sirve mi alma? No puedo verla, no puedo tocarla, no la conozco. La despediré, y podré ser feliz.
Y de sus labios surgió un grito de alegría, y poniéndose de pie en su barca extendió los brazos hacia la sirena, y le dijo:
-Expulsaré a mi alma, y entonces seremos novios, y viviremos juntos en lo más profundo del mar, y me mostrarás todo lo que has cantado, y yo haré todo lo que quieras, y ya nunca podrán separarse nuestras vidas.
Y la sirenita rió alegremente, escondiendo el rostro entre las manos.
-Pero ¿cómo podré desprenderme de mi alma? -preguntó el pescador-. Dime qué debo hacer y lo haré ahora mismo.
-¡Ay! -repuso la sirenita-. ¡Yo no lo sé! Los hijos del Mar no tenemos alma.
Lo miró con sus ojos ardientes y se hundió en lo profundo.

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⏰ Última actualización: Jan 19, 2016 ⏰

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