Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa madrugada, alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada era para ellos obstáculo. Habían visto cosas extraordinarias, salvando dificultades no creíbles, y se sentían gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria que ocurrírseles pudiera.
En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.
-¿Por qué no entran? -preguntó el alazán a las vacas.
-Porque no se puede -le respondieron.
-Nosotros pasamos por todas partes -afirmó el alazán, altivo-. Desde hace un mes pasamos por todas partes.
Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los intrusos.
-Los caballos no pueden -dijo una vaquillona movediza-. Dicen eso y no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes.
-Tienen soga -añadió una vieja madre sin volver la cabeza.
-¡Yo no, yo no tengo soga! -respondió vivamente el alazán-. Yo vivía en las capueras y pasaba.
-¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.
La vaquillona movediza intervino de nuevo:
-El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene. ¿Y entonces?... ¿Ustedes no pasan?
-No, no pasamos -repuso sencillamente el malacara, convencido por la evidencia.
-¡Nosotras sí!
Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y astutas, impenitentes invasoras de chacras y del Código Rural, tampoco pasaban la tranquera.
-Esta tranquera es mala -objetó la vieja madre-. ¡Él sí! Corre los palos con los cuernos.
-¿Quién? -preguntó el alazán.
Todas las vacas volvieron a él la cabeza con sorpresa.
-¡El toro, Barigüí! Él puede más que los alambrados malos.
-¿Alambrados?... ¿Pasa?
-¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después.
Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que un solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible que puede hallar el deseo de pasar adelante.
De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su inferioridad.
Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca, intentó hacerla correr a un lado.
Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena, había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.
El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados mugidos sibilantes.