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El frío y la oscuridad de mi habitación se sintonizaban perfectamente con mi estado de ánimo. Sentía cómo mi corazón palpitaba pausadamente al ritmo del reloj. Hacía frío, todo parecía congelarse al ritmo en el que Junio avanzaba. Los árboles estaban pelados, no había flores que decoren el aburrido verde del pasto, las hamacas del parque se mantenían estáticas en su lugar y el cielo permanecía completamente gris mientras que unas pequeñas partículas de nieve caían.

Mi vista estaba perdida en mi techo, blanco como el paisaje que se podía admirar por la ventana. Mi cuerpo yacía inmóvil sobre mi incómoda cama, la cual tenía un colchón desnudo y unas patas de madera casi tan oscuras como la noche. Mi cabeza daba vueltas y vueltas en el mismo asunto, en aquella fría noche de sangre.

Repentinamente la imagen de su rostro se hizo presente en mí. Mis ojos se llenaron de lágrimas, luchando para salir de allí, cansadas de haber estado guardadas por tanto tiempo. Un escalofrío recorrió mi espalda cuándo recordé sus ojos, tan cálidos como el sol, y la forma en la que se congelaron cuándo dejó de vivir. Una gota trazó una línea por mi mejilla, ardiendo de calor e impotencia sobre mi piel muerta hacía tiempo. La había matado.

DepresiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora