Ciudad de Nieve

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El espejo estaba empañado, era imposible ver nada en él; la nieve entraba incluso por la ventana, haciendo que esta golpeara una y otra vez contra la pared a causa del viento. Esas noches en las que no cesaba de caer aquella cellisca, haciendo que Ciudad de Nieve hiciera gala que tantos años atrás le otorgaron sus habitantes. Oliver intentó cerrarla como pudo, intentando hacer toda la fuerza posible aún con el cepillo de dientes en la boca. Esa noche era más extraña de lo habitual, el viento poseía mucha más fuerza, el agua golpeaba con empuje contra todos los cristales del pequeño apartamento que él tenía alquilado; como se rompiera algo, la casera le obligaría a pagarlo sin duda. 

Desde el otro lado de la casa comenzó a sonar un continuado sonido estridente que, de estar el joven en la cama, le habría despertado sin lugar a dudas. Corrió tal cual estaba, con una toalla liada a la cintura que se le iba cayendo a cada paso, para intentar apagar el despertador que descansaba en la mesita de noche; si no lo hacía rápido, su vecino iría a echarle en cara, de nuevo, que las cuatro de la mañana no era momento de hacer ruido, pero, ¿Qué podía hacer él si era a la hora que se tenía que levantar para ir a trabajar? Escuchó un par de golpes en el techo, era él, por lo que permaneció unos instantes inmóvil, con la mirada fija en el foco del ruido. Había tenido suerte esta vez, podía continuar con su ritual diario que perpetraba desde hacía tres años ya.

Volvió al cuarto de baño, la ventana se había quedado cerrada, por fin. Con la toalla retiró parte del vaho que no le permitía verse: su pelo oscuro estaba tan enmarañado como siempre; lo único que le gustaba realmente de él era sus ojos de color avellana, algo raro que no había visto en otra persona más que en él y su padre. Desde que las bombas cambiaron a las personas, solo se solía ver ojos completamente negros, como si de carbón se tratase, o personas que tenían el cielo dibujado en el iris. Sin embargo, el joven de cabellos azabache era aquel extraño caso que hacía que cualquier ser vivo del planeta tuviese la mirada completamente fija en su rostro. Cualquier ser vivo, tanto los extraños alienígenas que años atrás habían poblado su hogar, como los seres a los que apenas se les podía dar una definición; ¿Fantasmas? Si, Oliver suponía que eso podía ser lo más adecuado para unas criaturas intangibles que aparecían y desaparecían a antojo. Era un mundo extraño el que le había tocado vivir.

No tardó mucho en arreglarse: un estúpido traje blanco, con su camisa a juego, y una absurda corbata del color de la sangre. Así es, era aquellos a los que se les denominaba "trajeados"; se levantaban temprano, se encerraban en una oficina y hasta que el sol se escondiera de nuevo. Nunca podían llegar a ver el sol en todo su esplendor. Pero tenía que pagar el alquiler de su piso, la comida, la ropa, la electricidad (con lo caro que costaba en esos tiempos), el agua y hasta la comida del gato de pelaje dorado que le visitaba de tanto en cuanto. Como odiaba a ese gato que le gorroneaba comida. Como adoraba a ese gato que le visitaba con frecuencia y no le hacía sentirse tan solo.

Escuchó el sonido de las uñas de Bishamon, así es como llamó al animal en honor al dios de la guerra sobre el que había leído en un antiguo libro, en el cristal de la cocina. Allí estaba de nuevo, ansioso, hambriento y con ganas de jugar. El chico le abrió la ventana, encontrándose el plato de plástico lleno hasta los topes del pienso para él. No obstante, antes de comenzar a devorar hasta el plato, se acercó entre maullidos al joven, buscando su mano para que le acariciara.

-Si, hola a ti también.- Le revolvió los pelos de la cabeza, como una de esas señoras mayores que hace lo propio con el hijo de alguna amiga, cosa que gustó al animal. Oliver se colocó a su misma altura, antes de suspirar levemente.

Dejó al animal allí, persiguiéndole con la mirada mientras masticaba, y, finalmente, abandonó su apartamento. La escalera, desgastada ya por el tiempo, chirriaba a cada paso que daba para llegar a la planta inferior. Allí vivía otro alquilado justo como él. En ocasiones, iban el uno al piso del otro y compartían una tarde entre cervezas y alguna que otra película erótica; no es que a Oliver le hiciera mucha gracia, pero es lo más que podía considerar a un amigo, y tener que aguantar eso era un trueque más que suficiente para una tarde de charla y desahogarse. Establecieron un consenso sin quererlo, donde primero uno contaba todos sus problemas, el otro intentaba darle alguna solución (o simplemente escucharlos) y después era el turno del otro. Resultaba agradable.

Él aún dormía, ya le contó una vez que su turno de trabajo comenzaba a las 6 de la tarde hasta las 3 de la madrugada, casi a la hora que Oliver se levantaba. "Lo que tenían que hacer para sobrevivir" era lo que repetía más de una vez cada vez que pasaba por allí.

La parada del metro se encontraba justo al cruzar la calle, apenas a unos pasos de su casa; era prácticamente la razón de que hubiera elegido ese piso. Como siempre, se encontraban los mismos rostros a los que estaba acostumbrado: una chica rubia con un termo de café humeante en la mano, el hombre que descansaba la cabeza sobre la pared de cristal de la parada y que después permanecería durmiendo durante el viaje, un par que vestían justo como él y que iban a la misma empresa.

-Buenos días.- Aquel joven que estaba en su misma planta y siempre le saludaba, aunque después no volviera a dirigirle la palabra en horario laboral. 

Era lo que te podías encontrar, como era normal, cuando aún Librax casi no había asomado para bañar con sus cálidos rayos la tierra que ellos pisaban. Todavía, por costumbre, mantenían conceptos anteriores a la guerra, y ese era uno de ellos. Oliver tomó su habitual asiento en el tren que le llevaría hasta su oficina. 

Tras unos minutos de viaje, y tras la salida de Librax al espacio visible para ellos, se erguía Barrio de Reliquias, donde se encontraban todas las fabricas que suministraban energía a los alrededores. Era aquí donde la nieve que habitualmente caía se fundía con las cenizas y el carbón que éstas producían; su oficina estaba un poco más allá, en pleno centro de Ciudad de Nieve. ¿Era una bomba que en cualquier momento podría estallar? Seguramente, pero nadie parecía haber pensado en eso. No tardó mucho más en bajarse de allí y enfrentarse al verdadero infierno que cada día le esperaba: una jefa exigente, compañeros de trabajo que estaban más centrados en lo suyo que en ayudarse entre ellos, y una montaña de papeleo encima de su mesa desde el minuto dos que había abandonado el puesto la noche anterior. Otros de sus compañeros, los que hacían un trabajo de calle, tenía mejor suerte que él y podían tener una mínima diversión deteniendo a malhechores que acechaban cada día las calles de su querida ciudad, pero él tenía que hacer todo el papeleo de la detención, de los detalles de las patrullas, de catalogar los objetos que decomisaban durante el trabajo; le había tocado la lotería. 

Poco importaba ya la ciudad, ahora era él solo en una mesa durante ocho horas hasta que fuera libre de nuevo. Poniendo un pie en el interior del edificio se acababa, no había vuelta atrás.



Frozen pathDonde viven las historias. Descúbrelo ahora