Primera experiencia

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La noche estaba helada. Y allí estaba Bastian, caminando por las desérticas calles de Clamency, anhelando con más fuerzas que nunca haber tenido otra familia.

De cualquier manera, no podía mentirse a sí mismo. Si bien había soñado con que cuando su padre considerara que él era lo suficientemente mayor para cazar fantasmas, él ya hubiera cumplido la mayoría de edad y se hubiera marchado, sabía que tarde o temprano sucedería.

¿Por qué le habían tocado esos dos padres descerebrados? ¿Por qué no podían ser como sus hermanos mayores, ambos trabajadores y gente normal? Él ya había decidido hacía mucho tiempo que, al cumplir dieciocho, abandonaría su casa de locos y se iría a estudiar lejos de sus padres, tal y como habían hecho sus hermanos. Pero parecía que el tiempo no pasaba.

El bolso le pesaba. Ni siquiera sabía qué había allí dentro además del sensor de espíritus, y se preguntaba qué haría cuando llegara a su destino.

Jamás había visto a su padre trabajando, y siempre había detestado los programas como Cazafantasmas o Scooby Doo, por el simple hecho de que le recordaban a su propia vida.

Llegó a una esquina en donde un elegante cartel le indicó que acababa de desembocar en la Calle de la Rivera, próxima al río. A ambos lados se erguían mansiones enormes y antiguas de aspecto victoriano.

El número 28 de la Calle de la Rivera era una casa tan ordinaria y simétrica como las que había a su alrededor. Subió los tres escalones del umbral y notó que la puerta estaba entreabierta. Entró.

Un olor que le recordaba fuertemente a un asilo de ancianos se expandía por todo el lugar. El vestíbulo estaba repleto de refinadas cosas que no servían para nada, como jarrones espantosos y colecciones de cucharas de plata. En la pared colgaban retratos de viejos decrépitos, todos de etiqueta y con miradas llenas de formalidad, sobrias y aburridas.

Estaba en la cuna ilustre de Clamency.

Escuchó una voz proveniente de algún lugar de la casa.

—¿Señora Lavoissier? —llamó Bastian con un hilo de voz, pero nadie contestó.

Optó por seguir la voz. Caminó por la casa, guiado por lo que parecía una conversación. Atravesó un último pasillo, especialmente oscuro, y entonces oyó claramente algo que, más que una conversación, era como un monólogo.

—Y aquella vez, cuando tus amigos y tú se reunieron a tomar brandy y fumar habanos, aquel desgraciado quemó mi tapiz favorito. No me gusta menospreciar a las personas, pero aquel compañero tuyo, querido...

Bastian tragó saliva. Miró su reloj de muñeca: las tres y cuarto. Hubiera dado todo lo que tenía a cambio de que fuera de día, porque estar allí solo, de noche, le provocaba el doble de miedo. Pero faltaban horas para que amaneciera.

Abrió la puerta lentamente.

La anciana estaba de espaldas y continuaba hablando, aunque no había nadie enfrente de ella.

—Siempre lo he tratado muy bien, Abelard, pero sigo sin entender por qué siempre lo tienes que invitar. ¿No basta, acaso, con que lo veas en las reuniones del Club de Amigos de la Aritmética los jueves en la noche? ¿Eh? ¿Abelard? ¿Sigues ahí?

Crac. Bastian pisó en el lugar menos indicado. El crujiente sonido del parqué delató su posición y la señora Lavoissier se dio media vuelta con una destreza tan impresionante que Bastian creyó que iba a atacarlo. El muchacho retrocedió unos pasos y, para peor suerte, le pegó un manotazo a una horripilante vasija floreada que se cayó al suelo y se rompió en añicos.

—¿Quién eres tú? —preguntó la anciana con violencia, posando sus ojos en el estropicio. Debía de tener unos noventa años.

Bastian tragó saliva y se presentó:

—Soy Bastian. Bastian Lemoine...

—¿Eres de Lemoine y Marechal? —Bastian asintió. —Eres muy joven. ¿Tienes la experiencia suficiente? Abelard no es como las demás almas en pena. Es un viejo refunfuñón y revoltoso.

Bastian dio un vistazo alrededor: estaban en la biblioteca de la casa. Contra una de las paredes había una ostentosa mesa de roble repleta de botellas. La anciana sirvió dos vasos de whisky y luego encendió un cigarrillo larguísimo.

Con un movimiento de cabeza ofreció un cigarro a Bastian, pero éste negó con la cabeza.

—Haces bien —dijo la señora Lavoissier, acercándose al chico y tendiéndole un vaso de whisky—. Abelard fumaba mucho.

Bastian no dijo nada. Tomó el vaso que le tendían sólo para no ser descortés, porque tampoco bebía. La señora Lavoissier lo inquiría con la mirada, y él atinó a preguntar, intentando sonar profesional:

—¿Qué le pasó a su marido?

—Bueno —Vació el contenido de su vaso de un solo trago, se relamió sin disimulo y dijo: —Tenía algunos problemas. De todo un poco. Respiratorios, cardíacos... a veces, también, se olvidaba de las cosas. Pero murió de un infarto.

—¿Usted... usted estaba hablando con él?

—Sí, claro —repuso ella con sorpresa—. Aunque ahora parece que se ha ido. Ha estado fastidiándome durante los últimos meses: se aparece un rato y luego se marcha durante horas. Es evidente que está molesto por algo. Pero no me interesa saber qué le sucede: quiero que se vaya. ¡Rayos, Abelard! —exclamó, sobresaltando a Bastian—. ¿Realmente quieres quedarte vagando eternamente? Con lo precioso que debe ser el paraíso, estoy segura de que no extrañará este mundo hostil. Bueno, los dejaré solos para que se conozcan —dijo de repente.

—¿Qué? —preguntó el chico. Aquello no estaba en sus planes.

—Déjame adivinar —Tras un largo suspiro, la mujer volvió a sentarse en la silla—. Es tu primera vez en esto, ¿no?

Bastian asintió con la cabeza y bebió un sorbo del vaso, instintivamente. Sintió cómo el whisky le abrasaba la garganta.

—Soy el hijo del señor Lemoine —explicó.

—Conque eres el menor de los Lemoine. Mira, muchacho, yo no estoy para soportar novatos. Pagaré una fortuna por tu servicio, pero déjame decirte que estoy un poco mayor para tolerar los trances psicológicos de un adolescente. De modo que será mejor que te pongas a trabajar.

Bastian asintió con la cabeza, sintiéndose sobrecogido ante la autoridad que imponía aquella vieja. Bajo la inquietante mirada de su cliente, se agachó y comenzó a revolver los cacharros del interior de su mochila. Entonces, se vio a sí mismo y, asqueado, comprendió que estaba a un paso de convertirse en todo aquello que detestaba.

No podía ponerse a escudriñar una vieja casa en busca un espíritu. No creía en ello. Era absurdo. El señor Abelard estaba muerto, su esposa era una vieja chiflada y su padre era un timador. Y él, Bastian, una víctima de todos ellos. Había tocado fondo. Se dijo que volvería a su casa, tomaría un bolso y se iría a la casa de su hermano mayor para no regresar nunca más a su siniestro hogar.

Se levantó del suelo y dijo:

—Sólo vine a transmitirle un mensaje: mi padre está muy ocupado esta semana. Puede llamarlo para arreglar una nueva cita. Hasta luego —añadió, y giró sobre sus talones dejando a Lavoissier un tanto sorprendida.

Mientras regresaba a su casa se sentía sucio, contaminado, y llegó empapado debido a la fuerte nevada que había comenzado a caer en el camino.

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⏰ Última actualización: Jan 27, 2016 ⏰

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Bastian Lemoine en el Mundo de los MuertosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora