Siarkele acunaba a su bebé dulcemente. Estaba muy orgullosa de su pequeño; era sólo de ella, lo había concebido en su vientre con la esencia de la vida, que guardaba en su seno de Madre Creadora, como también se había creado a sí misma, cuando sólo era una conciencia flotando en la nada. Ahora se sentía plena, completa con su hijo en brazos. El niño murmuraba sus balbuceos de bebé, tranquilo y contento, mientras su madre imaginaba los juguetes que crearía para él cuando creciera un poco. Le puso el amuleto que había hecho para él, para que cuando creciera y andara no se perdiera, un bonito símbolo con la ese de su nombre cruzada por dos líneas en zigzag.
-Mi hijo, mi pequeño, ¡cuánto te quiero!
Lo estrechó entre sus brazos fuertemente con todo su amor, sonriendo amorosamente. El pequeño dejó de balbucear. Ella lo soltó para cercarlo a su cara y darle un beso. Al besar su pequeña carita, se dio cuenta de que el niño no respiraba. Miró sus ojos, que ya no brillaban. Acercó su cara pero no percibió su aliento. Estaba muerto.
-No –negó Siarkele-. No ¡Noooooooooooooooo!
Su grito resonó en el vacío, provocando ondas que se extendieron, dando lugar a infinitas galaxias.
-Esto no puede ser. Puedo arreglarlo, lo puedo hacer, puedo, puedo, puedo…
Se inclinó de nuevo sobre el niño, esta vez, suavemente. Le abrió la boca con cuidado e insufló su aliento en ella. Nada. Lo siguió intentando hasta quedarse sin aire, sin saber que su aliento se expandía a su alrededor, llevando el calor de su corazón y creando el fuego. En su desesperación, se arañó la cara y se mesó el cabello; de los restos de su piel y de los mechones caídos nacieron la tierra, las montañas y la savia de la tierra. Lloró y lloró, y las lágrimas cayeron sobre el niño dejando surcos plateados que contrastaban con la piel que empezaba a volverse cenicienta. El resto de las lágrimas, dieron lugar a las estrellas, la luna y los planetas, los mares y los océanos. Algunas, quedaron flotando en el aire, como aguardando. Los lloros dieron paso a los sollozos, y los sollozos a los suspiros, que crearon el viento, la brisa y las mareas. Cuando los suspiros terminaron, intentó de nuevo resucitarlo. Se hizo un corte en una muñeca y fue a derramar sangre sobre la boca del niño, pero el viento recién creado se llevó la sangre lejos, muy lejos. Lanzó otro grito y de su boca salió fuego, que dio contra la tierra ya creada dando lugar a los metales, las piedras preciosas y los dragones, que cayeron repartidos por los cuatro elementos creados. Volvió a abrazarlo desesperada, sin saber qué hacer para devolverle la vida. No quiso rendirse, y de la fuerza de su voluntad y de su ilusión por volver a ver vivo a su hijo, de su fe en si misma y de su esperanza nació la magia que se extendió por el universo y se mezcló con todas las cosas.
Reuniendo todas sus fuerzas, Siarkele lo intentó de nuevo. Un cosquilleo le recorrió los dedos al sentir a su pequeño agitarse bajo sus manos. Por su boca, salían sus últimas fuerzas, extendiéndose por todo el mundo y todas las cosas creadas, entrando en el niño y devolviéndole a la vida. El pequeño extendió una manita y tocó una mejilla de su madre, que se quedó adherida a su diminuta palma, que se volvió dorada, antes de que su madre se deshiciera. Lloró fuertemente mientras sentía que su madre desaparecía. Sólo quedó su corazón, suspendido en el vacío que iba dando paso al universo.
Cuatro de los dragones fueron tocados por el último aliento de Siarkele. Uno estaba en el aire, otro en la tierra, otro en el fuego, y el último en el agua. Abrieron los ojos al oír el llanto del bebé, y acudieron al unísono a ayudarle. La dragona del agua, lo cogió entre sus brazos y lo acunó, arrullándole con el murmullo de los manantiales en los que había estado. La esencia del agua quedó impregnada en él, que se calmó. Al rato, volvió a llorar porque tenía frío. El dragón de fuego lo cogió y su calor volvió a callar al niño. Después de eso tuvo hambre, así que la dragona de la tierra buscó alimentos para él, creando bosques y valles para encontrar lo que necesitaba. Tras comer, el niño tuvo sueño, y el dragón del aire lo arrulló con el murmullo de las primeras brisas del universo. No mucho después se despertó y volvió a llorar. Los dragones volvieron a hacer todo lo que habían hecho antes, pero no funcionaba, y el llanto era cada vez más fuerte. Fueron pasándoselo los unos a los otros sin saber qué hacer. En uno de los intercambios, la dragona de la tierra le hizo cosquillas con sus escamas, y el niño por fin rió.