La culpa escarlata

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La cocina estaba desierta esa noche, sólo la luz de la luna se colaba levemente por las ventanas iluminando el piso bicolor. El único sonido que se escuchaba era el del viento meciendo los árboles al compás de los grillos, que era acompañado ocasionalmente con el ruido del refrigerador.

La tenue luz iluminaba directamente la marca del delito, una mancha roja que se esparcía hasta el borde de la mesa, dejando un delgado camino por el mantel, para terminar esparciéndose gota a gota en el piso blanco y negro de linóleo, dónde aún permanecían las pisadas del culpable.

José no quería hacerlo.

Se había dicho a sí mismo repetidas veces que no lo haría, pero no pudo seguir mintiéndose. Una sed interna lo consumía mientras dormitaba en su habitación. Intentó conciliar el sueño, pero nada daba resultado; las ovejas ya no eran suficientes, los libros lo despertaban más aún, la cama era a cada momento más incómoda...

“Sólo un vaso de leche.”

Esa fue la frase que lo inició todo, un inocente vaso de leche era todo lo que pretendía.

Pero la noche tenía preparada un destino diferente…

Salió de su habitación sin hacer ruido alguno, el sonido de los calcetines raspando la alfombra era apenas audible. Calculó cada paso en la escalera de forma perfecta, no hubo crujidos ni tropezones que lo delataran, él era el ninja de la casa.

Al llegar a la base de las escaleras escuchó un ruido; no un sonido definible, sólo algo que no estaba acorde a la naturaleza nocturna del hogar.

Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero no podía evitarlo. Su cuerpo era atraído casi gravitacionalmente a la cocina. Más que mal esto era un acto habitual, sólo que por primera vez pretendía hacerlo de forma consciente, plenamente despierto. Esta vez no habría manchas delatoras al despertar, no habría gotas esparcidas en su pijama que lo inculparan.

Esta noche sería el crimen perfecto.

Sentía que se le hacía agua la boca. Podía sentir el sabor del helado de frambuesa derretirse en su lengua e imaginaba cómo el dulce néctar congelaría su garganta para llevarlo al escalofrío propio del cerebro congelado.

Con la adrenalina corriendo por su sistema dio el paso final para ingresar a la cocina.

Pero grande fue su sorpresa al ver otra figura de espalda a la puerta, una figura que a la luz de la luna dejaba totalmente a la vista el envase del cuerpo del delito.

En ese momento comprendió, por fin entendió, porqué despertaba con manchas rojas en el pecho del pijama pero nada en las mangas.

Con una rabia devastadora dio un paso adelante, dispuesto a acabar con la farsa, con la determinación de dejar su nombre nuevamente limpio y poner en el pasado las veces que debió aceptar su condena en silencio, condena que cumplía en nombre de alguien más.

Tomó una bocanada de aire y encendió la luz.

“¡Papá!”

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