Las manos llenas de pólvora y el ruido ensordecedor. La gota de transpiración cayendo en la frente y las sonrisas de aquellos que se divertían de la misma manera que él. Eran pocas las cosas que le parecían maravillosas de las fiestas. Ni siquiera los regalos lo entusiasmaban tanto. Tampoco el dolor ni la angustia de los grandes era capaz de invadir de nubes su cielo de asombro. Sin embargo, eso no duró mucho.
No lo tomó por sorpresa. Le habían dicho ya que esas cosas no duraban. Pero él creía que la agitación podría perdurar, porque creía en muchas cosas aún. Creía porque había leído El Principito y se había prometido no olvidar. Pero, qué más da, olvidaba. Olvidaba y tenía miedo del mundo. Todo le parecía demasiado grande, demasiado finito, demasiado contable. Todo era demasiado para quién se había jurado seguir siendo extrañamente feliz.
- Todavía no lo sos lo suficientemente adulto. Nada está perdido.- Le dijo la muchacha de ojos color cielo que sería, desde que nació y hasta la eternidad, su mejor amiga.
La miraba y entendía. Ella era todo lo que una persona tiene que ser para ser feliz: auténtica. "Es porque no hay otra como vos que el mundo es tan lúgubre" le había escrito él en el cuaderno que ella dejaba, vacío, en la mesita de luz. Luna era pura luz, y él había elegido su nombre apenas con dos años. Probablemente, si sabía cuánto iluminaba, hubiera pedido que además le pusieran sol. Siempre tuvo ese dejo romántico y la admiración que tenía por su hermana no lograba sino acrecentarlo.
Ya no había olor a pólvora. La pirotecnia le parecía innecesaria, y entendía que la gente llorara sus ausencias en la mesa de Navidad. Entendía, por supuesto. Las personas lo querían porque sabía de empatía y sus oídos eran más grandes que sus labios. Escuchaba incansablemente, pero nadie lo había escuchado reír a carcajadas o sumirse en la más profunda angustia.
Ya no había olor a pólvora, pero le gustaba el festejo de Año Nuevo. Estrenaba ropa nueva en cada ocasión, y ponía siempre el mismo compilado de karaoke. Sólo él cantaba, pero el resto se reía y eso le bastaba. Él tenía que estar, debía (por una obligación hasta mística) bailar y hacer bailar. Cuando dejó de jugar a quemar cosas, se había propuesto prender fuego e iluminar. Su vida era bailar y hacer bailar.
Sin embargo, el olor de ese Año Nuevo no era el mismo. Podía sentir como algo vibraba incómodamente a su alrededor. Un calor poco placentero lo recorría de la cabeza a los pies, y una sola necesidad se había hecho presente: salir corriendo. Su entorno estaba intacto. Todos sentados en el mismo lugar que el año anterior, su madre quejándose porque nadie había traído gaseosa, su padre mirando melancólicamente al cielo, y su hermana, a su lado. Era él, entonces, el que no estaba en el mismo sitio que el año anterior. No estaba en el mismo lugar.
Se retiró a su habitación, y ya sentado en su cama, posó la vista en el gigante de vidrio que tenía delante. ¿Cuántos años hacía que estaba ahí? No lo recordaba con exactitud. Pero nunca, de eso estaba seguro, le había mostrado una imagen tan inquietante. Esa mirada le estaba reprochando algo, pero no podía saber qué.
Luna entró al cuarto y se sentó a su lado. Apoyó su mano en el hombro de su hermano y lo condujo a mirarla.
- ¿Qué pasa, mi negro?
- No sé, Luna. Cosas.
- ¿Qué cosas? – dijo ella. Con la esperanza que su tono de voz le inspirara confianza.
- Cosas. Cosas que pasan cuando te mirás al espejo. – dijo Emanuel.