La filosofía, en los días en que era aún gorda y próspera, prometía a sus adeptos diversos e importantes servicios. Les ofrecía el consuelo en la adversidad, la explicación en la dificultad intelectual, la guía en la perplejidad moral. No es de extrañar que el Hermano Menor, cuando se le presentó un ejemplo de sus usos, exclamase con el entusiasmo de la juventud:
¡Qué encantadora es la divina Filosofía!
No es áspera y ceñuda como suponen los necios, Sino musical como el laúd de Apolo.
Pero esos dichosos días han pasado. La filosofía, mediante las lentas victorias de su propia descendencia, se ha visto obligada a renunciar, una por una, a sus altas pretensiones. Las dificultades intelectuales, en su mayoría, han sido adquiridas por la ciencia; las ansiosas pretensiones de la filosofía, en relación con las pocas preguntas excepcionales que aún trata de contestar, se miran por la mayoría de la gente como un resto medieval, y están siendo rápidamente transferidas a la rígida ciencia de F. W. H. Myers. Las perplejidades morales —que hasta hace poco los filósofos asignaron sin vacilar a su dominio—, han sido entregadas por McTaggart y Bradley a los caprichos' de la estadística y el sentido común. Pero el poder de dar consuelo —el último poder de los impotentes— pertenece, según McTaggart, aún a la filosofía. Esta noche yo deseo privar de su última posesión al decrépito padre de nuestros modernos dioses.
Parecería, a primera vista, que la cuestión podría quedar zanjada brevemente. «Sé que la filosofía puede consolar —podría decir McTaggart—, porque a mí me consuela ciertamente.» Sin embargo, trataré de probar que las conclusiones que le consuelan son conclusiones que no emanan de su posición general, que, en realidad, no emanan reconocidamente, y que se conservan, al parecer, sólo porque le consuelan.
Como no quiero discutir la verdad de la filosofía, sino sólo su valor emocional, asumiré una metafísica que descanse en la distinción entre Apariencia y Realidad y considere la última como eterna y perfecta. El principio de tal metafísica podría ser resumido así: «Dios está en el Cielo; en el mundo todo está mal.» Esa es su última palabra. Pero podría suponerse que, como Dios está en el cielo, y siempre ha estado allí, podemos esperar que algún día baje a la tierra, ya que no para juzgar a los vivos' y a los muertos, al menos para recompensar la fe de los filósofos. Sin embargo, su larga designación a una existencia puramente celestial parecería sugerir, con respecto a los asuntos de la tierra, un estoicismo en el cual sería temerario fundar nuestras esperanzas.
Pero hablando seriamente: el valor emocional de una doctrina, como consuelo en la
8 Este ensayo, escrito en 1899. no había sido publicado antes. Se reproduce aquí, principalmente, a causa de su interés histórico, ya que representa la primera revuelta de Russell contra la filosofía hegeliana de la cual era partidario en sus primeros días de Cambridge. Aunque su oposición a la religión no era en aquellos días tan pronunciada como lo ha sido desde la Primera Guerra Mundial, algunas de sus críticas estaban basadas en las mismas razones.
adversidad, parece depender de su predicción del futuro. El futuro, emocionalmente hablando, es más importante que el pasado, e incluso que el presente. «Es bueno todo lo que termina bien» es el aforismo unánime del sentido común. «Muchas mañanas tristes tienen como resultado un hermoso día» es optimismo; mientras que el pesimismo dice:
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¿Por qué no soy cristiano? Bertrand Rusell
Ficção HistóricaEn esta obra lord Bertrand Russell, uno de los pensadores más lúcidos e influyentes que ha dado el siglo XX, reúne catorce ensayos escritos entre 1899 y 1954. En ellos expone y desarrolla los motivos de su agnoticismo, rebate los argumentos tradicio...