A Espaldas de Hipócrates

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"En el momento de ser admitido entre los miembros de la profesión médica, me comprometo solemnemente a consagrar mi vida al servicio de la humanidad. Conservaré a mis maestros el respeto y el reconocimiento del que son acreedores. Desempeñaré mi arte con conciencia y dignidad. La salud y la vida del enfermo serán las primeras de mis preocupaciones. Respetaré el secreto de quien haya confiado en mí. Mantendré, en todas las medidas de mi medio, el honor y las nobles tradiciones de la profesión médica. Mis colegas serán mis hermanos. No permitiré que entre mi deber y mi enfermo vengan a interponerse consideraciones de religión, de nacionalidad, de raza, partido o clase. Tendré absoluto respeto por la vida humana. Aun bajo amenazas, no admitiré utilizar mis conocimientos médicos contra las leyes de la humanidad. Hago estas promesas solemnemente, libremente, por mi honor."

Juramento hipocrático (Versión de la Convención de Ginebra 1945)

-o-o-o-

¿Qué horizontes puede alcanzar el ejercicio de la empatía?

—Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo...

Y si finalmente logras comprender la mente de un asesino ¿eso te vuelve también un asesino?

—...bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...

Y si logras comprender el raciocinio de un lunático ¿es que estás tú también loco?

—...Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores...

Y si logras comprender a alguien que está siendo torturado ¿Sientes también su sufrimiento?

—...ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

¿Lo sentirías?

—¡Cállate pedazo de mierda!

¿Alguna vez te han levantado del suelo, de un puntapié en el estómago?

—¡Si sigues rezando te voy a meter el crucifijo por el culo!

¿O te han arrancado las uñas una por una?

—Salve, Reina de los cielos...

¿O te han fracturado los dedos de la mano de un pisotón?

—¡Te dije que no siguieras rezando! nadie te escucha aquí, menos Dios.

Estoy bastante seguro que no.

-o-o-o-

"Solo la lucha nos hará libres" sentenciaba el muro del colegio Hermandad. Apoyado sobre la palabra "libres" se encontraba el padre Erickson; con la mano derecha arrugaba el alzacuello y con la izquierda secaba el sudor de su frente. Su rosario yacía bajo su zapato y entre sus dientes oprimía la ira y la impotencia. Frente a él no había más que tierra, piedras y polvo; y a unos cuantos metros, junto a unos matorrales secos se encontraba aparcado su Chevette.

Del interior del establecimiento escapaba la 5° sinfonía de Beethoven, majestuosa e implacable como siempre. Y al igual que la sordera del músico alemán, los instrumentos velaban algo... algo que ansiaba a gritos ser destapado. Ese era el sentir del padre Erickson, que renegaba contra Dios por no poder hacer nada; que soterraba su impotencia en un trémulo cigarrillo, y que sepultando su rosario bajo una roca se dirigía a su coche. Con la mano derecha seguía estrujando el alzacuello, pero con la izquierda sostenía ahora el clavo de ataúd, dándole largas caladas mientras encendía el motor del carro. Las volutas de humo comenzaban a inundar el interior del vehículo; bajó la ventanilla y mientras se alejaba por el camino de tierra pensaba: Perdóname Dios, al llegar a la ciudad compro otro rosario.

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