Capitulo uno

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Izan.

Quizá han pasado cinco años desde que me fui de casa, pero recuerdo ese día perfectamente. Jamás lo voy a olvidar.

Esa madrugada me había despertado con un nudo en el estómago y ni siquiera el olor a pasteles que emanaba desde la cocina y que tanto me reconfortaba me hacía sentir mejor. Era débil, muy débil y todos lo sabían. Nunca pude estar más de dos días alejado de mi madre. Podrán decirme que era un poco raro. O quizá raro del todo. Tenía dieciocho años y jamás me pude despegar de ella. Pero también tenía motivos.

Desde que tenía catorce, todos los días me miraban en el maldito espejo y me echaba a llorar hasta que solo ella podía consolarme entre sus brazos. Era feo. Muy feo. Tenía la cara llena de granos, era más bajo que mis compañeros y el cabello negro se revolvía desordenado y grasoso en la nuca.

Luego tenía que soportar las burlas de mis compañeros en la escuela. A veces creo sentir aun el agua del retrete en mi boca como cuando el cabeza de musculo de la escuela me obligaba a beber de ella y luego me amenazaba, que si decía algo, sería peor.

No se lo conté a nadie. Ni siquiera a mamá. Me preguntaba cada día que era lo que me pasaba o por que lloraba frente al espejo, pero me daba miedo su reacción. Si le contaba, habría ido a la escuela y yo sería un cobarde. Lo era, pero prefería que la gente no lo reafirmada. Aun lo soy.

Sin embargo, había cambiado en algo. Mi mamá siempre me mentía y decía que yo era el niño más lindo que había visto. Bueno, no salíamos mucho por lo que puede que no haya conocido a muchos niños pero de todas formas sabía que era una mentirosa. Hasta que no cumplí los diecisiete. Mi cabello negro azabache se había tornado limpio y suave de un mes a otro y los granos de la cara habían desaparecido, ni siquiera fue necesario reventarlos. Y la estatura, eso fue lo que más me gusto. Antes tenía que mirar a la gente desde abajo y después comencé a mirarlos yo desde arriba.

Pero por más guapo y fuerte que me había convertido, seguía siendo débil. Y cobarde. A los diecisiete dejé de llorarle al espejo, pero la almohada lo reemplazo. Seguía sintiendo que todos me rechazaban y no era cierto. Las chicas que antes se habían burlado de mí me buscaban para salir, pero por más que las encontrase lindas, ¿Cómo podría salir con una persona así? Preferí aislarme de los demás, me daba demasiada rabia que tratasen de entablar relación conmigo sabiendo que ellos me alejaron cuando no les importaba ni una mierda como me sentía cuando me metían la cabeza en el retrete.

Después de cinco años, no he sido capaz de perdonarlos.

Ese día fue el peor. Había llegado la hora de sepárame de la única persona con la que quería estar. Sin embargo ella se notaba más feliz que nunca y en cierta manera lo entendía. Ese día su hijo se iba a la universidad y ella estaba emocionada.

Antes de marcharme le prometí que no me metería en ningún lio, que trataría de no beber y que me mantendría lejos de la droga y sobre todo del cigarro. A pesar de que mi madre no lograba estar sin un cigarro entre los dientes no quería lo mismo para mí. Ya le bastaba con la muerte de su madre por un cáncer al pulmón, su hijo no caería en eso. Nunca lo hice.

Llore. Empape la manga en lágrimas mientras conducía. La había dejado un sábado por la mañana parada afuera de la casa. Ya había pasado una hora desde que había salido de la ciudad y me recuerdo aun llorando. No quería dejarla sola, aunque se notase feliz sabía que estaba triste por mi partida.

Cinco horas después y con el trasero acalambrado, me encontraba en el departamento de mi tía. Aunque no sé si podía llamarse eso departamento, era un basurero con camas. Literal.

Aléjate de míDonde viven las historias. Descúbrelo ahora