Declaración de Milagros Ramoneda, propietaria de la hospedería La Madrileña.

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Todo esto comenzó, señor mío, hará unos seis meses, aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas.

O quizá no, quizá será mejor que diga que empezó hace doce años, cuando vino a vivir mi honrada casa un nuevo huésped que confesó ser pintor y estar solo en el mundo.

Aquellos eran otros tiempos, ¿sabe usted?, tiempos difíciles, sobre todo para mí, viuda y con tres hijas pequeñas. Los pensionistas escaseaban, y los pocos que habían eran, hablando mal y pronto, de culo mal asentado, quiero decir, que hoy estaban en una pensión y mañana en otra y en todas dejaban un clavo, o, apenas usted se descuidaba, le convertían su honrada casa en un garito o alguna cosa peor, de modo que a los dueños de hospederías decentes nos era necesario, si queríamos conservar la decencia y la hospedería, un arte nada fácil, ahora desconocido y creo que perdido para siempre: el arte de atraer, seleccionar y afincar, mediante cierta fórmula secreta, hecha a base de familiaridad y rigor, una clientela más o menos honorable.

Había que estar en guardia con los estudiantes de provincias, gente amiga de trapisondas, muy alegre, si, muy simpática, pero que después de comerle el grano y alborotarle el gallinero, se le iba una noche por la ventana y la dejaban a una, como dicen, cacareando y sin plumas; y también con esas damiselas que, vamos, usted me entiende, que se acuestan al alba y se levantan a la hora del almuerzo, y usted se pregunta de qué viven, porque trabajar no las ve; y aun con ciertos caballeros solos y distinguidos , como ellos mismos llaman, de los que prefiero no hablar. Y todavía me dejo en el buche otros peligros más frecuentes, aunque menos disimulados, como, pongamos por caso, los artistas de teatro, y líbreme Dios si andaban de gira, peligrosos, sin embargo, que a la fin resultaban menos temibles que los otros que les dije, porque llevaban la luz roja encendida al frente y era posible esquivarlos a tiempo y desde lejos.

Pero el hombre que aquella mañana vino a llamar a la puerta de mi honrada casa me pareció, a primera vista, completamente inofensivo. Era el mismo hombrecito pequeñín y rubicundo que usted conoce, porque, ahora que caigo en ello, le diré que los años no han pasado para él. La misma cara, el mismo bigotito rubio, las mismas arrugas alrededor de los ojos. Tal cual usted lo ve ahora, tal cual era en aquel entonces. Y eso que entonces era poco más que un muchacho, pues andaría por los veintiocho años.

Rosaura a las diezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora