La primera impresión que me produjo fue buena. Lo tomé por procurador, o escribano, o cosa así, siempre dentro de lo leguleyo. No supe en un primer momento de dónde sacaba yo esa idea. Quizá de aquel enorme sobretodo negro que le caía, sin mentirle, como un cajón de muerto. O del anticuado sombrerito en forma de galera que, cuando salí a atenderlo, se quitó respetuosamente, descubriendo un cráneo en forma de huevo de Pascua, rosado y lustroso y adornado con una pelusilla rubia. Otra idea mía:se me antojó que el hombrecito estaba subido a algo. Después hallé la explicación. Calzaba unos tremendos zapatos, los zapatos más estrombóticos que he visto yo en mi vida, color ladrillo, con aplicaciones de gamuza negra, y unas suelas de goma tan altas, que parecía que el hombrecito había andado sobre cemento fresco y que el cemento se le había quedado pegado en los zapatones. Así querría él aumentarse la estatura, pero lo que conseguía era tomar ese aspecto redículo del hombre calzado con tacos altos, como dicen que iban los duques y los marqueses en otros tiempos, cuando entre tanto lazo y tanta peluca y tanta media de seda y encajes y plumas, todos parecían mujeres, y, como yo digo, para saber quién era hombre, harían como hacían en mi pueblo con los chiquillos que por los carnavales se disfrazaban de mujer.
Además se veía que el hombrecito no andaba como un obispo in partibus, quiero decir, sin casa y sin comida. En efecto, traía consigo una valija de tamaño descomunal, toda llena de correas, de broches, de manijas, y tan enorme, pero tan enorme, que en un primer momento sospeché que algún otro se la había traído hasta allí, dejándolo solo con ella, como a un enajo junto a una catedral. Una persona que andaba por la calle con semejante armatoste a cuestas se mete en cualquier parte, de modo que deduje que mi candadito no sería hombre difícil.
Con una vocecita aguda, quebrada de gallos, me preguntó:
-¿Aquí, este, aquí alquilarían un cuarto con pensió?
Y esto me lo preguntaba debajo de un gran letrero rojo que decía: Se alquilan cuartos con pensión.
-Si, señor -le contesté
-¡Ah!- dijo, y se quedó callado, dando vueltas al sombrerete entre las manos y mirando para todos lados, como si buscase quién viniera a proseguir la conversación por él. Como no estábamos más que él y yo, al cabo de unos minutos opté por ser yo la que continuase hablando:
-¿Usted quiere alquilar una pieza?
-Este, si, señora.
-¿Toda la pieza para usted?
-Este, si, señora.
-Quiero significarle, ¿sin compañero?
(Esto por pura fórmula, ya que en aquel entonces tenía varios cuartos desacupados.
-Este, si, señora.
-¡Ah!- dije, y aquí me pareció oportuno quedarme a mi vez callada y mirarlo fijamente.
Él puso cara de intenso sufrimiento e hizo como que miraba a una cosa y otra esquina de la calle. Pero a mí con ésas. El revoleo de ojos a izquierda y derechas era sólo un pretexto para poder pasarme rápidamente la vista por la cara y espiar qué es lo que yo haría. Pero yo no hacía nada, sino mirarlo. Así nos estuvimos un buen rato, los dos de pie, él en la vereda, yo en el umbral de la puerta, sin hablar y estudiándonos mutuamente. "Vamos a ver quién gana", pensaba yo. Pero el hombrecito seguía mudo y vigilando las esquinas, como si deseara irse y yo no lo dejase. La galera giraba entre sus manos. Y aunque la mañana era fría, el sudor comenzó a correrle por la frente. Cuando su cara fue ya la cara de un San Lorenzo que empieza a sentir el fuego de la parrilla donde lo asan, tuve piedad.
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Rosaura a las diez
De TodoTodo comenzó con un crimen. O mejor, todo comenzó unos seis meses antes, "aquella mañana en que el cartero trajo un sobre rosa con un detestable perfume a violetas". Los sobres van llegando puntualmente, cada miércoles a la pensión La Madrileña. El...