Isaias Rockerfeller no sabía con exactitud qué era lo que más lo atraía de la Señorita Knox. ¿Serían sus grandes dotes culinarios, la prolijidad que ejercía en la jardinería o tal vez su rizado y rubicundo cabello, el que dejaba caer sobre sus hombros con forma de tirabuzones interminables? ¿La elegancia lo que la se desenvolvía en cualquier situación, lo colorados que se volvían los lóbulos de sus orejas al avergonzarse, o quizás el énfasis de sus puntales carcajadas, ocultas bajo un floreado abanico o su pañuelo de encaje?
Eran tantas las cualidades que la volvían una muchacha atractiva que era difícil encontrarle defectos.
Isaias podía dedicarse horas al simple pensamiento de la alegría dibujada en el rostro de la joven al sentir el aroma del césped húmedo, o el pequeño pliegue que se formaba en el medio de su fruncido ceño en la mañana, cuando intentaba a duras penas pintar la canasta de frutas en su lienzo, la cuál nunca resultaba quedar como en sus expectativas, y era la causante de las risas y burlas hacia ella misma; pero a fin de cuentas realmente no le importaba no ser una excelente artista cuando recordaba que no había quien no la halagase por la exquisitez de los diferentes platillos que podía elaborar sin ayuda alguna.
Nancy Knox no era una mujer arrogante, pero tenía bien en claro que no necesitaba ser humilde para ser respetada; y precisamente éso fue lo que hizo que mucha gente la tachase de mediocre: su falta de humildad pero, a la vez, su carencia de arrogancia. Ella sabía que no era la mejor ni la peor, tan sólo era neutral. Y la neutralidad era algo que ciertas personas simplemente no lograban entender.
Muchas tardes lloraba en el hombro de Isaias porque alguna amiga la había llamado "poco bonita" o le había dicho que ella podía escribir un poema más emotivo, y entre lágrimas y servilletas le pedía disculpas a su amigo por ser tan sensible.
¡Oh, Nancy! Diecisiete años en un par de zapatos altos y entrelazados en un peinado sofisticado. Tan sólo unas gotas de su perfume podían hacer delirar al joven Rockerfeller, llevándolo a su casa diez años atrás, bailando con su madre, pies descalzos sobre la alfombra de la cocina.
Su nariz respingada y sus piernas huesudas, que lograban encender cuchicheos y pequeñas sonrisitas de superioridad entre la multitud, la mayoría de ellas creadas por mujeres y jovencitas de barrigas rollizas y muslos curvilíneos, pues para ellas Nancy daba la imagen de nada más y nada menos que una feúcha con aspecto de hambrienta.
¡Oh, Nancy! Su metro setenta en pantalones hasta la cintura, parada en una escalera y tratando hasta el cansancio de enderezar su cuadro de Audrey Hepburn mientras en su tocadiscos se hacía presente la voz de Nancy Sinatra. "¡Si no fuera por ella, no amaría tanto mi nombre!" Repetida frase que suspiraba cuando le explicaba a Isaias la diferencia entre coser y bordar, mientras éste la observaba por el rabillo del ojo con una sonrisa ladeada, sin siquiera ojear el libro que tenía entre sus manos.
¿Qué era lo que más le atraía de ella?
Probablemente era la suavidad de sus manos, el terciopelo que había adoptado como extremidades. Sus dientes blancos con su perlado colmillo, ligeramente torcido hacia la derecha. Sus ojos color miel pura, en los cuáles uno podía notar si su sonrisa era verdadera o sólo la formulaba porque sí. Su forma de irradiar felicidad a cualquier ser que se encontrara alrededor.
La suma de todas sus partes era lo que hacía que Nancy Knox sea la persona favorita de Isaias Rockerfeller en todos los planetas y dimensiones del grandísimo Cosmos.
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Atardecer en el Ganges.
RandomUna selección de cuentos y relatos creados por mí misma.