En la mayoría de los casos el miedo es algo inexplicable; o mejor dicho, algo que prescinde de cualquier explicación y simplemente ocurre, en especial si se trata de un miedo asociado a la niñez, en este caso, el miedo a dormir con la luz apagada. Aunque parezca contradictorio, el miedo a dormir con la luz apagada y el miedo a la oscuridad no son sinónimos. Uno puede tener miedo a la oscuridad en cualquier circunstancia y no solo al momento de irse a dormir.
En homenaje a todos aquellos que, siendo niños, temían el instante en el que la última luz encendida de la casa se apagaba irremediablemente, diremos algo acerca de este miedo que todos, sin excepción, hemos experimentado en mayor o menor grado.
En el libro maldito: El trauma del nacimiento (Das Trauma der Geburt), Otto Rank desarrolla la teoría de que el nacimiento es una especie de apocalipsis en miniatura, de Ragnarok; un momento en el que las leyes del universo son brutalmente destrozadas.
La dicha y la sensación de bienestar de la vida intrauterina son barridas para siempre durante el nacimiento. Por un lado, esta alteración de la realidad sirve para forjar nuestro paradigma de la felicidad, al cual intentamos regresar constantemente a lo largo de la vida; y por el otro nos ofrece un marco de referencia para el más siniestro de nuestros miedos.
En cierta forma, este instante atroz se recuerda constantemente en los mitos iniciáticos, en donde el héroe pasa un período de introspección en el interior de una cueva, una caverna, e incluso en el fondo del mar. Joseph Campbell -autor de: El poder del mito (The Power of Myth) y Diosas: misterios de lo femenino divino (Goddesses: Mysteries of the Feminine Divine)- se encarga de desarrollar elegantemente este tópico en El héroe de las mil caras (The Hero With a Thousand Faces).
El miedo a dormir con la luz apagada está directamente vinculado con el pasaje iniciático del que habla Joseph Campbell, es decir, con el nacimiento.
Casi todas las fobias están relacionadas con este instante de quiebre; y sus síntomas a menudo parecen representar algunas faces propias del acto de nacer. La angustia que se manifiesta fisiológicamente suele ir compañada por ciertos desarreglos respiratorios, una agitación que simboliza nuestras primeras bocanadas de aire tras el nacimiento.
Todos, absolutamente TODOS, experimentamos alguna vez esa angustia. El pulso se acelera, el aire se rehusa a circular fluidamente, incluso nuestros pulmones parecen incapaces de aceptar el oxígeno a pesar de que la respiración es tremendamente agitada. En ese momento, sea cual sea la causa que lo propició, nuestro cuerpo nos coloca en el instante más traumático que recuerda: el nacimiento.
En ciertas etapas de la vida, especialmente durante la infancia, este hecho se repite noche a noche cuando las luces se apagan.
El nacimiento, como decíamos, es una ruptura con el estado de dicha intrauterina, en resumen: el trauma que sucede tras la separación con la madre. En algunos casos, esta separación se representa a través de la claustrofobia, el miedo irracional a los lugares cerrados, con su consecuente desajuste respiratorio. Pero también en eventos menos desagradables, al menos desde una óptica retrospectiva, como la oscuridad que rodea al sujeto antes de dormir.
Efectivamente, al apagar la luz algunos sujetos retroceden a la vida intrauterina, pero con una diferencia insoslayable: la madre ya no está ahi, y sin ella la dicha que acompañana ese estado de bienestar es imposible.
Rápidamente debemos decir que las personas que temen dormir con la luz apagada, en especial si son niños, no padecen nada particularmente dramático; aunque para el sujeto pueda resultar una experiencia aterradora. El útero es reemplazado simbólicamente por la habitación a oscuras y la calidez de la cama, pero la ausencia de la madre convierte ese retroceso en algo francamente inquietante.
Desde luego, este es apenas un punto de vista. Muchos investigadores argumentan, y con fundamentos bastante sólidos, que el nacimiento no puede ser un evento traumático debido a la ausencia de memoria cognitiva en el recién nacido, cuyo sistema nervioso es incapaz, en teoría, de archivar el evento.
Si no hay memoria, es decir, si no hay recuerdo, ningún trauma es posible. Basta interrogarnos a nosotros mismos sobre lo primero que recordamos de nuestras vidas. Seguramente advertiremos que nadie recuerda nada antes de los 3 o 4 años de edad.
Ahora bien, la neurociencia se plantea la siguiente pregunta: ¿es posible que exista una memoria no cognitiva, es decir recuerdos pre-verbales? Carl Jung sostenía que no solo existe, sino que esa memoria no cognitiva constituye la fuerza del Inconsciente.
¿Pero dónde esta ubicado el Inconsciente? Podría preguntarse el lector sagaz.
En ninguna parte, responderíamos. El Inconsciente no es un órgano, ni un lugar, sino una especie de memoria extendida que no solo debemos considerar como cognitiva sino también arquetípica y hasta celular; un registro integral del hombre como especie.
El miedo a dormir con la luz apagada está estrechamente atado a este concepto arquetípico. Para Sigmund Freud el Inconsciente es un cúmulo de pulsiones enlazadas a complejos mecanismos de defensa, cuya función es ocultar y deformar esas pulsiones hasta volverlas irreconocibles y de ese modo permitirnos operar como individuos sociales.
En esto se basa el éxito de Sigmund Freud y el psicoanálisis tradicional. Si el Inconsciente solo archiva recuerdos de la etapa verbal es lógico pensar que el mejor método para recuperar esos recuerdos sea justamente verbal. Pero esto solo sirve frente a un individuo colaborador, sensato y locuaz. ¿Cómo descubrir entonces aquellos misterios de una etapa pre-verbal?
Carl Jung, en oposición a Sigmund Freud, opinaba que el Inconsciente es una especie de memoria externa, una aplicación, si se quiere, relacionada con nuestra cultura, con nuestras costumbres, sueños, mitos y supersticiones; algo así como una prótesis que va más allá de las prestaciones prácticas del cerebro.
Y no solo el Inconsciente archiva el recuerdo innominado de los horrores del parto, sino que el propio cuerpo parece retener algo de aquella experiencia.
Antes de descartar de plano, sin explicaciones, las exigencias del niño que tiene miedo de dormir con la luz apagada, tengamos en cuenta que su Inconsciente ha retrocedido a esa situación de amenaza, esa percepción difusa, acaso celular, de precede al esfuerzo atroz de abrirse camino hacia la vida. En ese momento en el que las luces se apagan retornan las presiones musculares del cuerpo materno, los segundos dramáticos del ser que lucha por emerger, a pesar de su deseo, desde un mundo de dicha previsible, líquida, cálida, ingrávida, hacia un ambiente frío y hostil, lleno de ruidos amenazadores; batalla que culmina con un grito de guerra, agudo y primordial, forjado con la primera bocanada de aire.