El agujero de las luces

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Antonio Quemore - www.antonioquemore.com

 Cromonte

09 de septiembre de 1984

Cuando Caín Icaza entró en la habitación y descubrió el cadáver de Claudia no reparó en la tarjeta de visita que el asesino había dejado a propósito escondida bajo la bufanda que había usado para estrangularla. Era una simple bufanda de lana oscura y nueva. Tal vez era de ella, aunque no lo pensó demasiado. ¿Qué importaba? No repararía en la tarjeta hasta algunos minutos más tarde, cuando sus ojos se hubieron acostumbrado un poco más a aquella penumbra rojiza y tras admirar durante un buen rato el cuerpo inerte de Claudia. Seguía tan hermosa como siempre. Su mente dejó volar la imaginación. Durante algunos instantes dudó seriamente que estuviera muerta. Sentado sobre el filo de la cama, se echó hacia delante y besó sus labios duros y fríos. Tenía los párpados abiertos y miraba fijamente al techo, como si allí hubiera algo que le hubiera llamado poderosamente la atención en el último momento. ¿Nos llevamos de esta vida y para la eternidad ese último momento?, se preguntó algo asombrado. Caín alzó su mano hasta ellos y los cerró con extrema lentitud. Luego sus dedos resbalaron cuello abajo con intención de llegar a los pechos, ahora insensibles pero igual de firmes que siempre. Sin embargo no llegó hasta ellos. Una minúscula esquina blanca de cartón sobresalía por debajo de la bufanda. El pequeño triángulo pareció relucir de entre la oscuridad con la fuerza de una estrella en mitad del oscuro firmamento. ¿Cómo no había visto aquello antes? ¿Qué sería? De inmediato tiró de la minúscula esquina con cautela y la observó. Al tiempo que lo hizo, le dio la sensación de que la extraía del interior de la garganta de Claudia, pero ella no se movió. No era muy grande, más bien pequeña, con una tipografía común, como las que se hacen en esas máquinas automáticas de los centros comerciales en diez minutos por unos cuantos euros. Había un nombre y una dirección impresos sobre el cartón. Enseguida reconoció el nombre. Conocía de oídas a aquella persona. Claudia le había hablado de él en más de una ocasión, sobre todo últimamente. Giró la tarjeta y descubrió unas palabras escritas a mano en el dorso, probablemente de puño y letra del dueño de aquella tarjeta. Caín leyó lo que ponía cuatro veces, no porque no lo entendiera o la caligrafía fuese complicada, sino por el mensaje tan simple y al mismo tiempo tan esclarecedor. No creyó que aquella frase la hubiera inventado aquel hombre, pero jamás la había oído y le pareció bonita, casi una declaración de amor.

Absorto en ello estaba cuando cayó en la cuenta de que acababa de interferir en los planes del asesino, descarrilando los futuros acontecimientos. Fue entonces cuando sintió el corazón acelerado, dominado por una extraña sensación de poder. Si volvía a colocar aquella tarjeta de visita en su sitio las sospechas recaerían irremediablemente sobre su propietario. Si por el contrario se la llevaba y la hacía desaparecer de la escena del crimen, complicaría un poco más las investigaciones policiales y frustraría de paso la intención del asesino. Eso sin contar con que ya había dejado sus huellas dactilares plasmadas en aquella cartulina barata. Tanto si la dejaba como si la hacía desaparecer era algo que al fin y al cabo le traía sin cuidado: nada de eso le implicaba a él ni directa ni indirectamente. Sin embargo, tuvo una corazonada, un impulso, una de esas sensaciones que te hacen sentir que aún vives y puedes decidir. Algo le dijo que el dueño de la tarjeta y quienquiera que la había escondido bajo la prenda no eran la misma persona. No supo exactamente por qué, pero sintió que así era. Si no y por otra parte, ¿qué sentido tenía?, se preguntó totalmente absorto en aquel descubrimiento olvidando por completo el hermoso cuerpo inerte que tenía a su lado. A no ser que fuera una manera francamente tonta de autoinculparse, que todo podía ser. Era evidente que la policía terminaría encontrándola más pronto que tarde; de hecho él, reflexionó de inmediato, había tardado demasiado en encontrarla. Si no había más luz que aquellas bombillas rojas que seguían encendidas cuando ellos llegaran, sus potentes linternas coincidirían en aquella parte de su cuerpo enseguida, más cuando saltaba a la vista el arma del crimen. Todo le pareció tan claro. Casi de manera inconsciente, dejó caer con descuido el minúsculo cartón dentro de un bolsillo de su chaqueta negra de pana.

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