Ella, desde muy pequeña, soñó con encontrar el amor verdadero.
Era una muchacha perdida en su propio mundo, un lugar en el cual siempre existían finales de eterna felicidad, acompañados de un beso tierno y delicado posado en los labios de aquellos con corazones puros. Y no hallaba el día en el que ella pudiese desprenderse del suyo, de su beso. Sería un momento inolvidable, junto a su amado. Sin duda perfecto.
Lo que no sabía, y sin embargo, eventualmente aprendería, era que el camino hacia su anhelado final conllevaría dolor. ¿Por qué los libros de cuentos de hadas no hablaban sobre el sufrimiento, o la angustia? Pronto adivinó que rendirse a los brazos del amor implicaba entregarse por completo, y eso significaba que debía tomar una decisión difícil. No existía nada tan simple como esperar a que su príncipe encantador apareciese con los brazos abiertos, ansioso por recibirla en su regazo. No existía el amor perfecto.
Y eso era lo hermoso. Todo su dolor sería convertido en felicidad, en algún momento. Su maldición se transformaría en la llave para romper el hechizo. Y ese beso, puramente de amor eterno y lleno de defectos, llegaría. De alguna forma era mucho mejor que en los cuentos de hadas.