De gris a negro.

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El día amenazaba tormenta con un cielo de nubarrones oscuros, algo que en cierto modo, animaba a Iván. Para él, el invierno significaba frío, nieve, lluvia, días grises y tardes al calor de la casa de alguno de sus amigos. Sol y días de calor, por pocos que fueran, estaban totalmente fuera de lugar. 

Las clases se le hacían eternas, y cada cinco minutos echaba un vistazo al reloj de pared puesto encima de la pizarra, esperando impaciente la hora de salir de allí. Tampoco es que le hiciera demasiada ilusión volver a casa, pero al menos podría relajarse un rato en el sofá tragándose algún programa absurdo que echaran por la televisión. Por no apetecerle, no le apetecía ni siquiera ir a la playa, donde solía acudir cada vez que se agobiaba demasiado y descansaba tirado sobre la arena fría sintiendo como el agua del mar le mojaba los pies.

Echó un vistazo a sus amigos. Carlos y Samuel reían por lo bajo mientras veían a escondidas un vídeo en su móvil, mientras que Diana tomaba  apuntes de todo lo que el profesor decía, a la vez que se acariciaba un mechón de su pelo rubio. 

–Iván, embobado –le susurró Marina, en tono burlón. Iván se puso rojo al instante y le lanzó una mirada de desprecio, espetándola que se callara, si bien a los dos segundos estaban ambos riéndose por lo bajo.

Cuando quiso darse cuenta, el timbre ya estaba sonando y la gente estaba recogiendo sus cosas, así que se apresuró a guardar el archivador en la mochila y salió disparado hacia la puerta, tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Diana le llamaba. La gente a su alrededor se apartaba a su paso, pues su metro ochenta y cinco, unido al corte de pelo que llevaba, la mandíbula cuadrada, una mirada fiera de ojos pardos y anchos hombros hacía tiempo que se había ganado reputación en el instituto, además de por los amigos que tenía. 

Notó que un brazo le agarraba y le hacía girar.

–¿El andar rápido te vuelve sordo o qué? –le dijo Diana, riéndose.

Cuando Iván solamente asintió con la cabeza, ella frunció el ceño y le preguntó si iba a ir esa tarde con ellos a la playa.

–Creo...creo que me quedaré en casa –murmuró, ladeando la cabeza.

–Como quieras –contestó Diana, encogiéndose de hombros– ¿te ocurre algo?

Iván quería hablar con ella, quería desahogarse. El cartel de Luis le había descolocado totalmente, pero no podía. Ni debía.

–Qué va, solamente me duele la cabeza...Voy a echarme una siesta por primera vez en mi vida, deberías sentirte orgullosa de mi –le respondió, con una media sonrisa en la cara. Se despidió de ella con dos besos, y se mezcló con el resto de alumnos que salían, dejando a Diana atrás, con la mirada extrañada. 

Ella sabía que algo raro ocurría. Conocía a Iván desde los cinco años, y desde hacía unos meses se había empezado a comportar de forma extraña. Desde que Miguel y Lorena se cambiaron de instituto para acabar bachillerato en uno privado en la ciudad, Luis había sido ingresado en el hospital y él había empezado a juntarse de nuevo con las personas con menos luces que Diana había conocido en su vida.

Iván, por supuesto, no lo sabía. Pero si Diana estaba llevándose bien con aquellos dos era precisamente por él. Ella sabía que era una persona muy influenciable, a pesar de las apariencias. Cuando Lorena y Miguel estaban con ellos, siempre podían contar los unos con los otros para sentirse invencibles, pero estando ahora en la otra punta de la Comunidad, poco podían hacer. Solamente quedaba ella para impedir que Iván hiciese alguna locura y dejara de ser la buena persona que era, convirtiéndose en un energúmeno como Carlos y Samuel. Y al parecer, estaba fracasando de forma estrepitosa. Sentía una gran impotencia por dentro, de sentirse incapaz de hacer nada por él, de pensar que, poco a poco, Iván se alejaba de ella. 

Burlonamente, muchos de su curso insinuaban a sus espaldas que eran una pareja con una relación libre, donde cada uno podía seguir ligando con quienes quisiera, pues problemas no tendrían. Y por dentro, Diana se apiadaba de ellos. Por ser tan superficiales de no poder ver más allá del físico de ellos dos, y porque probablemente, nunca llegarían a tener una amistad tan sólida como la suya con Iván.

 Por ser tan superficiales de no poder ver más allá del físico de ellos dos, y porque probablemente, nunca llegarían a tener una amistad tan sólida como la suya con Iván

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Si Iván lo pensaba bien, casi siempre deseaba que sus padres no se hubieran separado. Aún no comprendía por qué lo habían hecho, y mucho se temía que nunca lo entendería.

Nunca había visto una sola discusión entre ellos, y cuando un día al volver de clase vio a su padre plantado en la puerta de casa con la maleta en una mano y su hermana de la otra, mientras su madre se apoyaba en el marco con lágrimas en los ojos pero semblante serio, empezó a odiarle. Su madre nunca le dio explicaciones, y él tampoco se las pidió. Inocentemente, día tras día miraba desde la ventana de su cuarto hacia la carretera, esperando ver el viejo coche gris de su padre aparecer, con el motor rugiendo por la edad, aunque aquello nunca sucedió.

Pero sin duda, nunca volvió a ser el mismo desde que vio, una tarde tras volver del instituto, a su abuelo en la entrada de su casa, abrazando a su madre mientras ésta lloraba desconsoladamente, temblando, con los hombros convulsionando. Cuando le vieron aparecer, su madre se soltó corriendo de su abuelo y se fundió con él en uno de esos abrazos tan cálidos que solamente ella sabía dar. Aunque, por una vez, no sintió el cariño de su madre, sino solo dolor y tristeza. Sintió vacío.

Aquella noche él lloró en un coche camino a Segovia.

Aquella noche esperó en el coche a que su madre saliera de aquel edificio, mientras la melodía de "See you again" sonaba a través de sus auriculares.

Aquella noche asumió que nunca más volvería a ver sonreír a su hermana, ni a chocar el puño con su padre, ni a oír el sonido del viejo motor de su coche. Los tres se habían ido de su vida.

Aquella noche, su vida pasó del gris al negro.


El último de los nuestros.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora