Cambio de azar.

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David no quería aquello. No quería tener que empezar de nuevo lejos de su ciudad, quería quedarse en alguna por algo más que uno o dos simples años, quería poder estar con todos los amigos que iba dejando atrás en cada una de las ciudades. Pero no podía. Iban allá donde su padre era destinado, tanto si el quería como si no. 

Sus padres le habían puesto como excusa que por lo menos, solamente habían pasado tres meses desde el inicio del curso, por lo cual no notaría mucho el cambio de un instituto a otro en "ese curso tan importante". No le entendían. Lo que él no quería era tener que, de nuevo, buscar amigos, intentar sentirse integrado, encariñarse con la gente, y todo eso para que después, de un plumazo, le pudiera ser arrebatado de nuevo. Parecía una rabieta de niño pequeño, pero le había pasado en Bruselas, le había pasado en Rabat, le había pasado en Rota. Haciendo amigos, aprendiendo idiomas, para luego, de un día para otro, que le digan que su padre ha sido destinado a otro lugar, y toda la familia tener que moverse con él. Solamente deseaba encontrar ya su sitio. No se acordaba ya ni de cómo era la casa donde había pasado sus primeros años de infancia, en el norte de Galicia. Por lo menos ahora se iba relativamente cerca.

Sabía que era ilógico el enfadarse con sus padres por estar moviéndose todo el rato, pero simplemente no podía evitarlo. Sentía que, con la gente que iba dejando atrás, no volvería a tener contacto, se olvidarían de él. Y esa simple idea le dolía. Mientras preparaba la maleta, veía el atardecer desde su ventana, el último atardecer que vería en el sur. Sabía que lo echaría de menos. Sonrió, sin saber por qué. Tristemente. Sacó la cámara, capturó aquel atardecer en algo más que su retina y, tras cerrar la maleta, se puso la única ropa que había dejado fuera, pues aún tenía que despedirse de Irene. Por lo menos de ella. De sus demás compañeros ya lo había hecho, pero quería verla por última vez a ella, la única persona del mundo que le conocía incluso más que él mismo. 

El timbre de su casa sonó, y con rapidez, se fue poniendo la camiseta mientras daba saltitos por su habitación. 

– ¡Ya vo...! –gritó, pero la zapatilla que había plantada en todo el medio le cortó el grito para hacerle despedirse del suelo también, con una preciosa caída. 

Se levantó con toda la dignidad que pudo, aliviado porque no le había podido ver nadie, y le abrió la puerta a Irene. 

– Tu casa no es tan grande, ¿qué me ocultas?¿Dónde está la amante? –le dijo Irene, riendo, apoyada en el marco de la puerta. Se había puesto especialmente guapa para ese día, con el pelo rubio recogido en un moño que intentaba parecer hecho en el último momento, y vestida de forma descuidada pero que seguramente habría tardado horas en elegir. La envidiaba por tener esa facilidad por estar preciosa a la mínima. 

No le veía desde ayer, y por eso se sorprendió al ver el cambio que se había hecho él para comenzar su nueva etapa. 

– ¿Puedo empezar a juzgar? 

– ¿Para qué te crees que te he invitado si no? ¿Para cenar? Venga hombre –comentó David, a la espera de ver qué opinaba de sus cambios, divertido.

– Me encanta. No te veía con el pendiente, pero me encanta. Y el pelito así...a mi me gusta. Tu padre seguro que te mata –soltó, divertida, mientras acariciaba las partes laterales de su cabeza, donde antes había una abundante melena y ahora estaban prácticamente rapadas, mientras que la parte superior conservaba su habitual mata de pelo oscuro, esta vez orientado hacia arriba.

– Pretendo que se convierta en una dilatación, ¿crees que me dará tiempo antes de que mi padre me corte los h...? –por segunda vez en cinco minutos, no pudo acabar una frase, pues ella le interrumpió abrazándole fuertemente.

– Ahora que te veo así, has crecido muy rápido en estos dos años –dijo, con su acento andaluz que le resultaba tan divertido y atractivo a la vez –Voy a echarte muchísimo de menos –añadió, y cuando se separó, las lágrimas se acumulaban en sus ojos. –¿Ahora en los ojos de quién voy a poder perderme?

– Tampoco me voy tan lejos, la otra punta del país está aquí al lado. Además, ya sabes que puedes venir a verme siempre que quieras. Y yo vendré siempre que pueda. Andrés, Mario y tú no os libráis de mi tan fácilmente, mi niña –le contestó, intentando aparentar tranquilidad, pero en el fondo, se le rompía el corazón al ver a su amiga así. 

– ¿Me lo prometes?

– ¿Lo prometemos brindando?

Estuvieron toda la noche riendo, y cuando sus padres llegaron y ella se fue, le dio un sobre. Solamente le pidió que lo abriera en el primer momento que se sintiera solo o melancólico.

 Solamente le pidió que lo abriera en el primer momento que se sintiera solo o melancólico

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Era bien entrada la mañana cuando pusieron rumbo al norte, dejando atrás todo lo que había conocido esos años. En ese momento, recostado contra el asiento trasero, los recuerdos se le agolpaban, pero tenía que ser fuerte. Sus amigos eran idiotas, pensó. Si ya se le había hecho duro salir por la puerta, cuando aquella mañana vio en ella colgada con celo una foto de los cuatro juntos, en su fiesta de cumpleaños, con unas sonrisas de "que se pare el mundo a mirarnos", no pudo más que cogerla, quedarse mirándola unos segundos y guardarla con mucho cuidado en su mochila, tras leer la dedicatoria que los tres le habían puesto por la parte de atrás. ¿Por qué tenía que ser todo tan difícil?

Con un suspiro, se pasó el viaje mirando por la ventana con los cascos puestos, mientras pensaba en qué hacer el primer día que se presentase en su nuevo instituto. ¿Cómo serían sus compañeros? Nunca se le había dado bien hacer amigos, o eso creía, pero en cada ciudad, un par de personas se quedaban con un pedazo de su corazoncito, sin poder evitarlo.

Notaba cómo cambiaba el paisaje, y para cuando llegó al norte, la lluvia salpicaba los cristales del coche. Le gustaba la lluvia. Le animaba en cierto modo. O más bien, le relajaba muchísimo su sonido. 

Cuando su padre paró el coche, vio que lo que tenían delante era un chalet de dos pisos, con piscina incluida. Y le impactó un poco. Se había acostumbrado a pequeños pisitos, pero supuso que no le haría muchos ascos a su nueva casa. Para quitarle un poco la ilusión, su madre llegó y le dio una bolsa en la que lucía, en negro de rotulador permanente, su nombre, David Dastroya Bengoitia, y que contenía los libros que tendría que usar allí.

El resto de la tarde la pasó colocando todas las cosas en su nueva habitación, de la que no tenía queja alguna. Colocó todas sus fotos por la pared situada al lado de la cama, y sonrió, satisfecho. Echaba de menos el sur, pero se comprometió a intentar pasarlo lo mejor posible allí, a estar dispuesto a todo. Si su vida iba a ser un constante cambio al azar, ¿por qué no sacar lo mejor de ello?

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⏰ Última actualización: Mar 30, 2016 ⏰

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