XI, XII, XII, XIV y XV

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XI

Al llegar a aquella pane de su relato, Armand se detuvo.

––¿Quiere cerrar la ventana? ––me dijo––. Em piezo a tener frío. Entre tanto, yo voy a acostarme.

Cerré la ventana. Armand, que aún estaba muy débil, se quitó la bats y se metió en la cams, dejando durante unos instantes reposar su cabeza sobre la alinohada, como un hombre cansado tras una larga carrera o agitado por penosos recuerdos.

––Quizá ha hablado de más ––le dije. Quiere que me vaya y que le deje dormir? Ya me contará otro día el final de esta historia.

––¿Lo aburre?

––Al contrario.

––Entonces voy a continuar; si me deja usted solo, no podré dormir.

Cuando volví a cara ––prosiguió, sin necesidad de concentrar­se, de tan presentea como estaban aún en su pensamiento todos los detalles––, no me acosté; me pose a reflexionar sobre la aventura de la jornada. El encuentro, la presentación, el compro­miso de Marguerite para conmigo, todo había sido tan rápido, tan inesperado, que había momenios en que creía haber soñado. Sin embargo, tampoco era la primera vez que una chica como Marguerite prometía entregarse a un hombre al día siguiente de aquel en que se lo había pedido.

Por más que me hacía tal reflexión, la primers impresión que mi futura amante me produjo había sido tan fuerte, que sigue subsistiendo todavía. Yo seguía empeñado en no ver en ella una chica como las demás y, con era vanidad tan común a todos los hombres, estaba dispuesto a creer que ella sentía por mí la misma irresistible atracción que yo sentía por ella.

Sin embargo tenía ante los ojos ejemplos muy contradictorios. y con frecuencia había oído decir que el amor de Marguerite había pasado a ser un artículo más o menos carp según la estación.

Por otro lado, ¿cómo conciliar aquella reputación con los continuos rechazos al joven conde que vimos en su casa? Dirá usted que no le gustaba y que, como el duque la mantenía espléndidamente, antes de tomar otro amante prefería un hombre que le gustase. Pero entonces, ¿por qué no le interesaba Gaston, siendo como era simpático, ingenioso y rico, y parecía aceptarme a mí, que le había dado la impresión de ser tan ridículo la primers vez que me vio?

Es cierto que hay incidentes de un minuto que producen más efecto que un cortejo de un año.

De todos los que estábamos cenando yo fui el único que se preocupó al verla dejar la mesa. Yo la seguí, me emocioné sin poder disimularlo, lloré al besarle la mano. Aquella circunstancia, unida a mis visitas cotidianas durante los dos meses de su enfermedad, pudo hacerle ver en mí un hombre distinto de todos los que había conocido hasta entonces, y quizá se dijo que bien podía hacer por un amor expresado de aquel modo lo que había hecho tantas veces, algo que ya no podía tener consecuencias para ella.

Como ve usted, todas aquellas suposiciones eran bastante verosímiles; pero, fuera coal fuese la razón de su consentimiento, lo cierto era que ella había consentido.

Pues bien, estaba enamorado de Marguerite, iba a ser mía, no podía pedirle más. Y sin embargo, se lo repito, aunque fuera una entretenida, harts tal punto había hecho yo de aquel amor, quizá para poetizarlo, un amor sin esperanza, que, cuanto más se acercaba el momento en que ya no tendría siquiera necesidad de esperar, más dudas me entraban.

No pude pegar ojo en toda la noche.

No me conocía a mí mismo. Estaba medio loco. Tan pronto no me veía ni lo bastante guapo, ni lo bastante rico, ni lo bastante elegante para poseer una mujer semejante, como me sentía lleno de vanidad ante la idea de aquella posesión; luego empezaba a temer que Marguerite no sintiera por mí más que un capricho pasajero, y, presintiendo una desgracia en una pronta ruptura, me decía que quizá haría mejor no yendo aquella noche a su casa y marcharme escribiéndole mis temores. De ahí pasaba a tener una esperanza infinita, una confianza ilimitada. Fabricaba increíbles sueños de futuro; me decía que aquella chica me debería su curación fisica y moral, que pasaría toda mi vida con ella y que su amor me haría más feliz que los más virginales amores.

La Dama de las Camelias - Alejandro DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora