XVI, XVII, XVIII, XIX y XX

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XVI

Hubiera podido contarle en pocas líneas los comienzos de aquella relación ––me dijo Armand––, pero quería que viera usted perfectamente los acontecimientos y la gradación por los que llegamos, yo a consentir todo lo que Marguerite quería, y Margue­rite a no poder vivir más que conmigo.

Fue al día siguiente de la noche en que vino a buscarme cuando le envié Manon Lescaut.

Desde aquel momento, como no podía cambiar la vida de mi amante, cambié la mía. Ante todo quería que mi mente no tuviera tiempo de reflexionar sobre el papel que acababa de aceptar, pues sin querer habría concebido una gran tristeza. Así que mi vida, de ordinario tan tranquila, revistió de pronto una apariencia de ruido y de desorden. No vaya usted a creer que, por desinteresado que sea, el amor de una entretenida no te cuesta nada. Nada sale tan caro como los mil caprichos de flores, palcos, cenas y excursiones al campo, que nunca puede uno negar a su amante.

Ya le he dicho que yo no tenía fortuna. Mi padre era y sigue siendo recaudador general en G... Goza allí de una gran reputación de lealtad, gracias a la cual encontró la fianza que tenía que depositar para entrar en funciones. Tal recaudación le proporciona cuarenta mil francos al año, y en los diez años que lleva ha reintegrado la fianza y se ha preocupado de ir ahorrando para la dote de mi hermana. Mi padre es el hombre más honrado que se pueda encontrar. Mi madre, al morir, dejó seis mil francos de renta, que él dividió entre mi hermana y yo el día en que obtuvo el cargo que solicitaba; luego, cuando hice veintiún años, añadió a esos pequeños ingresos una pensión anual de cinco mil francos, asegurándome que con ocho mil francos podría ser muy feliz en París, si junto a aquella renta me ponía a labrarme una posición en el foro o en la medicina. Vine, pues, a París, hice derecho, saqué el título de abogado y, como muchos otros jóvenes, me metí el diploma en el bolsillo y me dejé llevar un poco por la vida indolente de París. Mis gastos eran muy modestos; sólo que gastaba en ocho meses los ingresos de todo el año y me pasaba en casa de mi padre los cuatro meses de verano, lo que en resumidas cuentas suponía doce mil libras de renta y me daba la reputación de un buen hijo. Por otra parte, no debía un céntimo.

Así estaban las cosas cuando conocí a Marguerite.

Ya comprenderá usted que mi tren de vida aumentó sin querer. Marguerite era de una naturaleza sumamente caprichosa, y formaba parte de esa clase de mujeres que nunca han mirado como gasto serio las mil distracciones de que se compone la existencia. Y así resultaba que, como quería pasar conmigo el mayor tiempo posible, me escribía por la mañana que comería conmigo, no en su casa, sino en algún restaurante de París o del campo. Iba a buscarla, comíamos, íbamos al teatro, a menudo cenábamos, y por la noche ya había gastado cuatro o cinco luises, lo que hacía dos mil quinientos o tres mil francos al mes y reducía mi anualidad a tres meses y medio, poniéndome en la necesidad de contraer deudas o de dejar a Marguerite.

Pues bien, yo podía aceptar cualquier cosa, excepto esta última eventualidad.

Perdone que le dé tantos detalles, pero es que ya verá usted que fueron la causa de los acontecimientos que siguieron. Lo que le cuento es una historia verdadera, sencilla, y conservo toda la ingenuidad de los detalles y toda la simplicidad de su desarrollo.

Comprendí, pues, que, como no había nada en el mundo que tuviera influencia sobre mí para hacerme olvidar a mi amante, tenía que encontrar un medio de sostener los gastos que me ocasionaba. Además aquel amor me tenía trastornado hasta tal punto, que los momentos que pasaba lejos de Marguerite me parecían años, y experimentaba la necesidad de quemar aquellos momentos en el fuego de una pasión cualquiera y de vivirlos tan rápidamente, que no me diera cuenta de que los vivía.

La Dama de las Camelias - Alejandro DumasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora