Dicen que quien posea el último de los orbes tendrá en sus manos la verdad absoluta; que sabrá entonces la expansión de los mundos, los árboles de cada bosque y cada una de las estrellas en el cielo. Conocerá el nombre de todas las cosas y la razón de la existencia de todo ser. El conocimiento será suyo; solo con pedirlo, lo poseerá. Su poder abarcará desde la noción de las propiedades del eucalipto hasta el dominio de las artes más oscuras. Será el equivalente a un dios.
Pero también dicen que poseerlo conlleva un precio: tan elevado, que solo las almas desesperadas buscan el orbe. Nadie sabe cuál es dicho precio, y lo prefieren así.
Al fin y al cabo, ¿no es la ignorancia la clave de la felicidad?
...
La luna centellaba débilmente, como si le atemorizase salir, temiendo ser vista. De todas formas gran parte de aquel cielo estaba cubierto de nubes, que dejaban caer una fina cortina de lluvia.
Sentía gotitas de agua fría sobre la piel. Apenas había salido de su previo estado de inconsciencia; lo justo para percatarse que se encontraba tendida en la hierba fresca y mojada. Su mirada carecía de expresión, fría y estática como un agujero sin fin. Tenía la impresión de que abría los ojos por primera vez, como si nunca hubieran sentido o visto nada. Tal vez fuera por la lluvia que caía sobre ella, o sencillamente fuera el hecho de que ya nada recordaba; todo en ella estaba vacío.
Se incorporó poco a poco sin demasiada prontitud al no tener orientación alguna ni sentido del equilibrio. Un leve mareo la hizo tambalearse ligeramente, por lo que procuró que cada movimiento que realizara fuera lento y sosegado. Al fin de pie, echó un vistazo a su alrededor y observó.
Se encontraba en medio de una especie de bosque frondoso. Podía respirar el olor a hierba y tierra mojada, y por el verde que asomaba cualquier lado donde mirase, podría decirse que la lluvia era moneda corriente en aquel lugar.
Tras un buen vistazo a la negrura que la rodeaba, empezó a andar sin saber bien qué dirección tomar. En el momento en que apoyó un pie sobre el suelo, sintió un ligero pinchazo en la rodilla, obligándose a doblarla con una mueca de disgusto. Sus faldas de color morado oscuro estaban hechas jirones y por el color de la mancha que había sobre la tela se podía hacer una idea de la herida que escondía.
— ¿Cómo me lo he hecho...? —Su voz era rasposa y ahogada, como si llevara años sin hablar. Tosió varias veces con el fin de aclararse la garganta—. He de continuar, no puedo quedarme aquí sentada...
Justo cuando reemprendió el camino esforzándose por no cojear, se paró a pensar.
« ¿Dónde estoy? ¿Adónde voy? ».
De repente se dio cuenta que ni lo sabía ni entendía exactamente lo que hacía sola en medio de un bosque. Un frío sudor le recorrió la espalda; tampoco recordaba quién era.
Alzó la vista hacia el cielo. Las gotas caían cada vez con más fuerza y más frías sobre su cuerpo. Pero lo que le helaba la sangre era la sensación de pérdida absoluta. No sentía nada en su interior.
«Me siento... vacía».
Anduvo sin parar durante unos minutos. Se imaginó que alguna salida habría; al fin y al cabo no podía ser infinito aquel bosque. La orientación no era algo que se le diera muy bien. No había sendero alguno que seguir, solo el instinto que al menos, se dijo a modo de consuelo, era algo que no le fallaría.
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Ecos del pasado, parte I: La danza del fuego
FantasyPocos son los hombres que saben la existencia de los orbes, poderosas armas creadas por los dioses terminantemente prohibidas para cualquier mortal. Sin embargo el aparente equilibrio pactado entre las divinidades se ve amenazado cuando vuelve a des...