2. La furia de un dios

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Lo primero que sintió fue un dolor agudo en la cabeza, como si le hubieran dado un golpe con un objeto contundente. Después, empezó a sentirlo expandirse por todo el cuerpo. Era incapaz de levantarse. Se tanteó el peto abollado buscando heridas y una de las grebas se había soltado de su pierna izquierda, la cual le escocía a horrores. No fue hasta pasado unos minutos que sus ojos empezaron a habituarse a la oscuridad reinante. Como la vista no le servía de mucha ayuda, decidió concentrarse en los sonidos; no estaba sola, alguien a su lado respiraba a un ritmo irregular como si le costara cada exhalación. Un tercero comenzó a toser con nerviosismo temiendo ser oído.

Con una calma digna de admirar, tanteó el suelo en busca de alguna pista para saber dónde se encontraba, y aunque sus piernas aún le impedían ponerse en pie, consiguió desplazarse a gatas. Acabó topándose con unos barrotes de acero. Tiró con fuerza sin éxito, y decidió recorrer toda la fila de barrotes con sus manos. Era un espacio reducido, por lo que no tardó mucho en percatarse de que se encontraba en una celda; cómo la de un pájaro, solo que a escala humana. Cualquier persona normal se sentiría inquieta, nerviosa o incluso histérica, pero aquella mujer estaba habituada a las situaciones extremas. Sabía mantener la cabeza alta y fría, con dignidad.

—Si buscas una forma de escapar, te digo ya que es imposible.

Al oír aquella voz se dio la vuelta en su dirección, y pudo adivinar una silueta rodeada por las sombras. A juzgar por el timbre, era un hombre de avanzada edad. Era el de la tos nerviosa.

— ¿Dónde estamos? —El tono de la mujer era duro e imperativo, acostumbrado a dar órdenes.

—Encerrados en los calabozos subterráneos que hay bajo la fortaleza. Concretamente... kof kof... al este del continente —hizo una pausa para aclararse la voz, y prosiguió—, perdidos en el corazón de una montaña.

— ¿Al este? ¿Podrías precisar? Has hablado de una fortaleza, dime el nombre.

—Hmm... ni idea, solo sé que cuando llegué, pude ver rápidamente que me llevaban a una especie de castillo siniestro encima de una montaña.

— ¿Y por qué has dicho el este? ¿Cómo lo sabes?

—Estudiaba herbología antes de que me capturasen... y conozco muy bien la flora de cada parte del continente Dorado... cuando me apresaron, justo antes de encerrarme en este agujero vi unos árboles de hojas blancas. Son púrcaros, y solo crecen en zonas templadas y húmedas, junto a la costa.

—En la isla del Cangrejo también hay temperaturas similares, y no es precisamente el este.

—Ahí no crece nada de eso a causa de los caprichos de esos malditos arcanos de los peces que cambian el clima cuando les place. Demasiado desequilibrio han provocado en la naturaleza como para que puedan existir... ¡kof kof! Te digo yo que aquí es el este.

—Bueno, te creeré por ahora. Si... como tú dices estamos al este, entonces no será muy lejos de la ciudadela de la Argéntea. Desde ahí podré orientarme para buscar refuerzos y...

— ¡Ja!... ¡kof kof...! Arg... mis malditos pulmones... Señora, sea quien sea usted, siento decepcionarla pero... dudo que alguien vaya a salvarnos... más que nada porque es imposible que sepan de nuestro paradero. ¿A quién se le ocurriría mirar en los túneles subterráneos de un castillo abandonado en medio de una montaña? Nada, nada... aquí estaremos hasta nuestro último aliento. Llevo aquí meses... tal vez años... ya no llevo la cuenta. El otro de allí ya se está muriendo.

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⏰ Última actualización: Mar 12, 2016 ⏰

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Ecos del pasado, parte I: La danza del fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora