Como si fuera la última vez

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Me llamas al celular y dices que quieres verme. Llevamos un tiempo hablando de todo un poco, lo suficiente como para considerarte alguien cercano. Coqueteas y me sumo al juego, aquel que llevamos jugando desde las navidades pasadas.

Cuando enganchas voy a la cocina a prepararme un trago, nada complicado: unas onzas de Coca-cola, un chorro de ron, algo que baje suave y que me caliente la sangre. No suelo tomar entre semana, en especial si al otro día tengo que levantarme temprano, pero hoy es una noche de romper reglas, así que me lo llevo al cuarto.

Me visto, me peino, me perfumo y salgo a la calle. Los minutos pasan, mientras te espero sentada en el porche con el vaso en la mano. La brisa nocturna me revuelve el cabello, erizándome la piel. Reconozco tu auto desde que doblas la esquina, y la anticipación de tenerte de frente arde en mis venas.

Te alineas en la acera, te bajas, te acercas.

—Te ves hermosa, para ¿dónde vas? —me saludas con un beso en la mejilla, prolongando el contacto más tiempo del necesario.

Estiro mis labios en un gesto de satisfacción. Por supuesto que me veo bonita, para eso me arreglé el cabello y me vestí de forma provocativa, para nivelar el terreno, porque hoy cruzaré la línea que divide lo platónico de lo carnal.

—Gracias, tú tampoco te quedas atrás —te contesto. Y no miento, esta noche te encuentro endemoniadamente guapo—. Sobre lo otro, pues no sé, a dónde quieras llevarme.

Te retiras el flequillo de la frente, dejándome ver tus ojos grises oscurecidos.

—Ah, pensé que tenías otros planes.

Aunque tu tono es casual, sé que estás preguntando por él. Evan ya no está en mi vida, me tienta decirte, pero como no quiero arruinar la atmosfera, me abstengo.

—Podría irme mejor —respondo mientras me fijo en tus finos labios. Se ven tan apetecibles que no puedo evitar pensar en cómo se sentirían sobre los míos. Parece que lo notas, porque te acercas con un brillo depredador en la mirada. Retrocedo un paso, en tanto que tú te adelantas y cortas la distancia.

—Si me dejaras podría hacer que te fuera mejor, muchísimo mejor —surras en mi oído, lo que provoca que una corriente placentera me recorra la columna.

Sacudo la cabeza ligeramente.

―La oferta suena tentadora, no sabes cuánto, pero no quiero usarte.

Sonríes de esa manera perversa que me desarma y me rodeas la cintura, mientras deslizas tu boca al área sensible entre mi oreja y clavícula. Dios, te sientes tan bien.

—No te preocupes por mí, nos usaremos mutuamente —murmuras contra mi piel, que no tarda en calentarse y erizarse con tu aliento.

La garganta se me seca, por lo que subo el trago a mis labios. No llego a probar ni un sorbo, pues me lo quitas de las manos y te apuras lo poco que queda. Después, sin darme oportunidad de negarme (de todos modos no lo iba a hacer), entierras tus dedos en mi cabello y me besas sin piedad alguna. Tus labios son como me los imaginaba, como los soñé todas esas noches solitarias en mi cuarto: suaves, dulces y muy experimentados. La decisión está tomada, ahora no hay fuerza que nos detenga.

Conducimos por las calles de la ciudad hacia tu apartamento de soltero; subimos las escaleras tomados de las manos, riendo como adolecentes atolondrados. Cuando entramos me aprisionas entre tu cuerpo y la pared adyacente a la puerta, dejándome sentir la firmeza de los músculos de tu torso. Tu esencia masculina me embriaga, me marea, al igual que la humedad de tus besos, que dejan un camino de fuego por mi cuello.

Con las lenguas entrelazadas, nos movemos a ciegas hasta que la parte trasera de mis pantorrillas choca contra el marco de la cama, y nos tumbamos.

El frío me invade en cuanto separas tu cuerpo del mío, pero la tormenta de deseo en tus ojos me devuelve el ardor. Mordiéndome los labios, bajo los parpados, a sabiendas de lo mucho que eso te enciende. Tu respuesta es inmediata, agarras el dobladillo de mi falda y subes la tela hacia mis caderas, revelando la ropa interior que elegí para nuestro encuentro.

Tus dedos dibujan círculos sobre la piel de mis muslos, suave, con delicadeza, evitas la parte que más ansío que toques. Mi vientre tiembla, anticipa el roce de tus manos, que se aventuran más adentro y me hacen emitir gemidos de placer. Continuas con la lenta tortura por unos minutos para luego atrapar mis labios. Empiezas a jalar mi blusa, a desabrochar botones y broches hasta que me tienes desnuda en toda mi gloria.

Tu mirada delinea el contorno de mi cuerpo, mis piernas, mi intimidad, el rubor que sube por mis pechos hinchados. No me da vergüenza que me mires, al contrario; que me devores con la vista despierta mi lado primitivo. Entonces te apegas a mí.

Tu devoción me arrebata el aliento, de forma que no tengo más remedio que anclarme a tus hombros, porque temo que si me suelto volaré por los aires.

Cuando llega el momento justo, me posees como si fuera la última vez, arrancando de mi garganta sonidos guturales que jamás pensé producir. Subimos al cielo, nos dejamos caer y nos ahogamos en un mar de sudor y gemidos.

Acabamos enredados en tus sábanas, exhaustos, consumidos, y el tiempo que se detuvo vuelve a correr.

Te veo levantarte del colchón. Tu espalda es un mapa, una muestra del camino que hemos transitado.

—Es tarde, creo que será mejor que te lleve de vuelta. —Rompes el silencio mientras buscas tu ropa por el suelo.

Sigo tu ejemplo. Me pongo la falda y la blusa, me arreglo el cabello frente al espejo y me limpio el maquillaje corrido.

Al final, luego del silencioso viaje, regresamos a la misma esquina de siempre.

—Hablamos luego —te despides con un beso más casto que el primero.

—Nos vemos —respondo y me bajo.

Te observo marcharte desde el porche de mi casa. Ni siquiera espero a que las luces de tu coche desaparezcan por completo; saco el teléfono de mi bolso, busco tu nombre entre mis contactos y lo borro. Porque los dos lo sabemos, nunca vas a llamar.

Como si fuera la última vezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora