Nací un 22 de enero de 1994. Dicen que cuando mi mamá me vio, enmudeció. Y no precisamente por el cansancio del parto. Digamos que no fui lo que llaman una hermosa recién nacida.
Todo lo contrario. Cuando las visitas llegaron a la clínica con regalos y flores, fue tal el impacto, que se limitaron a decir que era exquisita, amorosa, tierna, pero jamás pronunciaron adjetivos como "preciosa", "bella" o algo parecido. No era deforme, ni con tres orejas, ni con la cabeza desproporcionada o extremadamente peluda, simplemente era fea.
Fui bautizada como Consuelo y crecí sin demasiados mimos, con la promesa de que a medida que corrieran los años me convertiría en una bella jovencita. Así, mi vida se basó en el cuento del patito feo, rogando a escondidas con cada deseo de cumpleaños que al terminar de soplar las velas me convirtiera en un hermoso cisne. Pero cumplí quince años y seguí siendo la misma fea. Nada de cisnes. Los ojos juntos y saltones, los dientes muy pronunciados y grandes, el pelo excesivamente crespo y grueso, la cara bastante redonda.
En segundo básico recibí mi primer apodo: la "Cara de flato". Tuve que soportarlo todo el año, a cada momento, por cualquier cosa. Fue tanto, que muchos comenzaron a llamarme así y olvidaron mi verdadero nombre. En tercero cambiaron "Cara de flato" por "Cara de moco", el que después, en cuarto, derivó en "Cara de meca", así los años pasaron y la lista aumentó.
¿Por qué a mí?, me preguntaba cada vez que era objeto de humillaciones y maltratos. No le hacía mal a nadie, cumplía mis obligaciones escolares, tenía buenas notas. La frecuencia de esos insultos aumentó sin que yo diera pie a nada, y ese dolor, mezcla de angustia y terror, se hizo cada vez más fuerte, a tal punto que con los años me propuse pasar lo más inadvertida posible en la sala para que nadie se fijara en mí. Jamás levanté la mano para responder consultas de las misses, aun cuando fuera la única que supiera las respuestas. Nunca me ofrecí para nada ni me reí a un volumen demasiado alto. Ni siquiera trabaje en las campañas solidarias. Nada, con tal de no llamar la atención de los demás. Así, ser invisible, ser nadie, se transformó en mi especialidad.
Recibir las burlas despiadadas de mis compañeros en el colegio ha sido como tener una enfermedad crónica, como una larga agonía de la que ignoraba si alguna vez podría experimentar alguna mejoría.
Cuando nació mi hermana Esperanza, al año y medio siguiente de mi llegada, dicen que la cara de satisfacción de mis padres y abuelos se instaló en la clínica. Una especie de alivio y recompensa divina. Esperanza era una niña hermosa. Algo así como una versión mejorada de nuestra mamá, que era realmente preciosa. Al fin la naturaleza hacia su buen trabajo y esta nueva hija les devolvía la "esperanza" de una descendencia bendecida con la belleza genética de los antepasados de mi mamá.
Mis padres son médicos. El nombre de mi papá es Raul Miralles y es gastroenterólogo; trabaja mucho: en un hospital, por la mañana, y en su consulta privada, por la tarde. Es muy estudioso y se lo pasa largas horas encerrado en su escritorio leyendo los fines de semana. Tal vez por eso es tan callado y solitario. Seguramente está todo el tiempo pensando en los nuevos avances, protocolos y exámenes y en terapias y cosas que no entiendo bien. Me siento muy identificada con él. Mi mamá es dermatóloga. Su nombre es María Eugenia Velasco y todos la llaman "Quena". Tiene una consulta en el edificio de Mall Panorámico en Provincia. Trabaja mucho y atiende pacientes hasta muy tarde. La veo poco pero los fines de semana está más en la casa. En la casa, pero no en la cocina. Para ella, el tema de la comida es simplemente matar el hambre, nada más. Sabores y olores son para las novelas, no para la vida real, dice siempre cuando le preguntan por qué no cocina. Lo suyo es la belleza en el sentido más amplio, desde la decoración de cada rincón de la casa, el modelo y color de auto, pasando por su cuerpo, vestuario, zapatos, accesorios, hasta su pelo. Así la casa cambia como lo hacen como las estaciones del año. Cortinas, visillos, cubrecamas, toallas y manteles duran menos que el jardinero, al que cambian todo el tiempo, igual que a las plantas, plantas, flores, arbustos y juegos de terraza. Lo de ella es el cambio constante para embellecer y mejorar todo. Pasamos de cortinas verde olivo a rojo furioso en menos de lo que uno se tarda en acostumbrarse al nuevo color. De manteles de algodón bordados con florcitas en tonos suaves a gruesos tejidos mapuches; de cubrecamas hechos a crochet a multicolores patchworks. Todo en ella es así. Solo se puede tener la certeza de que lo que se esta viendo hoy puede cambiar mañana.
Más allá de estilos y tendencias en la casa, existen espejos por todas partes para admirar cada rincón o para mirarse, asunto que yo no hago. Odio los espejos y jamás me miro en uno. Por suerte no cambia de nana, porque nuestra Malucha ya es parte de la familia y porque sin ella moriríamos literalmente de inanición.
Mi hermana Esperanza está a un mes de cumplir catorce años. Tiene los ojos verdes y almendrados de mi papá, coronado por un puñado de pestañas largas y curvas que no necesitan maquillaje; el pelo ondulado y negro de mi mamá, sin frizz; los dientes blancos, grandes, parejos, lo mismo de su sonrisa de labios perfectamente delineados y rosados. Nada le falta ni le sobra. Nada está mal ubicado. Todo funciona. Y para completar tanta maravilla, es alta y delgada. Es muy simpática y tiene más amigos de los que seguramente acumularé en toda mi vida. Además, es graciosa. Cocina queques y galletas con recetas que baja de Internet, chatea en las tardes con no sé cuantos amigos y amigas del colegio-algo que todavía no hago con Florencia-, se sabe todas las canciones de moda y las canta y tararea mientras se ducha. Y todo lo que viste le queda perfecto. Se mira en cada espejo por el que pasa y sonríe, igual que mamá. Le encantan las cosas lindas, desde sus libretas, su agenda, el mp3, su celular, la mochila del colegio y hasta la billetera. Todo tiene que ser precioso. Ha rechazado varios ofrecimientos de pololeo. Sale con Andrés Rodríguez, el estupendo de cuarto medio que tiene más fans que galán teleserie; recibe peluches con frecuencia, los que acomoda sobre su cama, y si el teléfono suena, seguro que es para ella o para nuestra Malucha. Jamás para mí.
Malucha es la nana de la casa. Es una gordita muy graciosa, de trenzas negras y gruesas, bajita, y con una gran sonrisa de dientes blancos y parejos. Tiene un lunar negro, redondo y plano en medio de la pera, y las piernas más peludas que nunca vi. Llego a casa cuando mi mamá estaba embarazada de mí para ayudarla, cuando aun era una veinteañera soltera y delgada. Al tiempo después, con Esperanza ya en la casa, se fue quedando. Nunca se casó ni tuvo un amor, al menos conocido. Su familia es originaria de Loncoche. Su fallecido padre trabajó en la inauguración del ferrocarril a Pitrufquén cuando todavía era un niño. Su mamá, doña Carmen, y su hermano Carmen todavía viven allá. Nunca he entendido por qué su único hermano hombre tiene el nombre de su mamá y no el de su papá. Pero, en fin, lo cierto es que su hermano Carmen se dedica a criar abejas, o sea, es apicultor. Se gana la vida vendiendo la mejor miel de quillay que he probado en mi vida. Por lo general, viene a Santiago a comprar materiales especiales para su oficio y aprovecha de salir con Malucha y la invita a tomar once al centro. Desde chicas aprendimos a decirle tío Carmen y a saborear e incluir su miel en el pan, la leche y algunos postres. Carmen es además voluntario de la Tercera Compañía de Bomberos de Loncoche, y todavía vive con su mamá, que es una conocida artesana de cuero. De hecho, en nuestra sala hay un juego de cachos que mando para ella en Navidad.
Malucha es de esas personas que pareciera que se duermen y se levantan contentas. Una especie definitivamente en extinción. Eso está claro. Lo cierto es que gracias a ella hemos tenido una infancia llena de risas y juegos importante, hemos comido decentemente todos estos años. No digamos que es una experta cocinando, pero al menos es buena. Su salsa boloñesa es de las mejores que he probado, aunque no se compara con la que hace donde Florencia. Nadie puede negarse a una boloñesa, da lo mismo la receta. Charquicán, porotos granados, pantrucas en invierno, salpicón en verano, cazuela de vez en cuando, puré de papas con salchichas o con huevo frito; todo lo que preparan las santas manos de Malucha es bueno.
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Sin Recreo
Teen FictionDos amigas, Consuelo y Florencia, compañeras de curso, son constantemente hostigadas y maltratadas en el colegio por sus propios compañeros, y nada más porque una es considerada fea y la otra obesa.