Florencia

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Soy la típica gorda del curso. Los sabores y aromas de todo tipo de alimentos y aliños son parte de mi vida desde que nací. Mi familia es italiana. Me refiero a que todos los Bassi somos, de alguna manera, gordos. Mi papá chef y tiene una pequeña empresa de delicatessen instalada en la enorme cocina de la casa. Por eso el aroma a sofrito de ajo o a caramelo es parte de la cotidianidad, como en otras casas es el olor a tostadas por las tardes.
La mía es de esas familias italianas que escaparon de la Primera Guerra Mundial rumbo a América. Mi bisabuelo, Pietro Bassi, era descendiente de una familia de fabricantes de jabón de Castilla, una de las más renombradas de la ciudad de Savona, al norte de Italia, donde abundan el aceite de oliva y los depósitos de soda. Muy joven tuvo que dejar su tierra natal y aventurarse a cruzar el Atlántico por orden de su padre, quien, temiendo el peligro de una inminente guerra, le aconsejo que viajara rumbo a América en busca de un futuro más próspero y seguro. Tenia la personalidad y la juventud para hacerlo. Avecindado en Chile y una vez que pudo ahorrar la cantidad suficiente como para pagar un arriendo, comprar refrigeradores de segunda mano, baterías de cocina, utensilios y loza, Pietro Bassi logró instalarse en un pequeño restorán de comida italiana que ofrecía almuerzo a los ejecutivos del barrio de avenida Matta, en la capital, el que en honor a su madre llamó La Bolognese di María. Con no más de seis mesas cubiertas con manteles de diseño cuadrillé en tonos blanco y rojo, que mando a tejer a la dueña de la pensión en la que vivía, comenzó a preparar aquellos platos que su mamma le cocinaba con tanto cariño cuando era tan solo un piccolo regazzo. Gracias a la buena mano de su madre y el recuerdo nítido de sus recetas, vecinos y profesionales del barrio pudieron disfrutar de una verdadera y fresca pasta casera y una amplia variedad de pastas que no se veían por esos años en Chile, partiendo por supuesto por la Bolognese, la famosa salsa boloñesa que tanto adoramos en mi casa hasta hoy.
El negocio familiar creció y próspero, traspasando las fronteras del barrio. Gente de todas las comunas se acostumbró a almorzar en el retorán, hasta que el flujo obligó a mi bisabuelo a ampliar el local y aumentar el número de mesas al doble y luego al triple, manteniendo, por cierto, el carácter hogareño y familiar de siempre.
Los años pasaron y nacieron Paolo -mi papá- y tío Enrico. Y cuando salieron del colegio decidieron continuar con la tradición familiar y potenciar aun más el negocio. Por esos años falleció el bisabuelo, y al poco tiempo, su mujer. Entonces el negocio quedó en manos del abuelo Agostino, y mi papá pensó que una buena manera de hacerlo crecer era preparando lo mismo que se ofrecía en el restorán, pero "para llevar". Confiado en su proyecto, agrandó la cocina de la vieja y enorme casa en la que vivía su familia y se instaló con el negocio paralelo, haciendo en un comienzo los mismos platos que ofrecía La Bolognese di María, después ampliando le oferta en una infinita variedad de productos envasados y preparaciones caseras típicas de Italia. El negocio fue tan exitoso, que cuando se casó con mi mamá, decidió trabajarlo con ella. Hoy, la fábrica de delicatessen funciona en nuestra casa, en la enorme cocina del primer piso. Y el tío Enrico está a cargo del retorán. Los abuelos están retirados.
Por lo tanto, en mi casa siempre se ha comido bien y mucho. No solo por la infinita variedad de platos, sino por placer. En mi familia, el momento de comer es especial. No es solo alimentarse; también es comunicarse, es expresar cariño por el otro, es acompañarse y disfrutar de un sabroso momento familiar, aunque no conversamos mucho. Y esta claro que nosotros sabemos gozarlo y se nota a simple vista.
Por supuesto ser la gorda del curso ha sido muy difícil para mí durante todos estos años escolares. No solo porque para mi desgracia el resto de las niñas del curso sean extremadamente delgadas, lo que hace que la diferencia sea demasiado notoria, sino porque tengo que soportar las burlas y humillaciones constantes de todos y lo doloroso que es sentir cada momento el rechazo que provoco en los demás. Es imposible no darme cuenta de como me miran y adivinar lo que comentan de mí. Con el correr de los años y las constantes burlas, mis compañeros han logrado hacerme sentir diferente, extraña y poco deseada. Lo peor es que cada vez se me hace más insoportable sobreponerme a ese desprecio permanente. Aveces me pregunto qué va a ser de mí, y no encuentro la respuesta. Hao esfuerzos considerables por proyectar mi vida, pero no logro visualizar nada. La pantalla esta en negro.
Estos últimos meses, mis abuelos se han estado quejando conmigo durante los sábados y domingos familiares. Según ellos, yo ya no soy la misma que cuando pequeña, una niñita alegre y graciosa, que irradiaba felicidad; con los años he ido perdiendo ese encanto y esa chispa tan mías. Dicen que ando tristona por la casa, como un fantasma, ya no sonrió y me la paso encerrada. Por lo demás, creen que no hay nada malo con mi aspecto "XL"; para ellos sigo siendo su bella regaza y que nadie en el mundo es más hermosa que yo. Para ellos la palabra "gordura" es sinónimo de salud y hermosura no solo porque también ellos lo son, sino porque realmente así lo creen. Por supuesto no asisten a mi colegio ni entienden el infierno que vivo cada día. Eso esta claro. Pero me entristecería angustiarlos con la crueldad de mis compañeros; prefiero entonces hacerlos creer que estoy pasando por la manoseada "edad del pavo" para que no hagan más preguntas ni se preocupen por mí. Lo que pasa es que los adoro demasiado como para atormentarlos con mis problemas. Puedo imaginar la tortura que seria para ellos saberme despreciada y humillada día tras día.
Desde que tengo memoria, al igual que mi amiga Consuelo, soy víctima de las burlas y continuos maltratos de nuestros compañeros. Tal vez por eso no acercamos al comienzo, como una manera de unir fuerzas o juntar calamidades. Da igual. La cosa es que ni a ella ni a mí nos cotizan las niñas del curso. Somos algo así como las típicas manzanas machucadas que afean la frutera; las flores deshojadas y marchitas que destiñen el jarrón de flores frescas y coloridas. En fin, las metáforas son infinitas. Lo cierto es que entre las dieciséis mujeres delgadas y menudas que hay en el curso, dos no encajamos. Que se va a hacer. A veces, la vida es extraña y otras, demasiado injusta y cruel.

Sin RecreoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora