Esta vez se habían pasado de la raya.
Harta de dar vueltas sin poder conciliar el sueño, encendió el velador mientras se quitaba los cobertores de encima. Estaba decidida a terminar, de una buena vez, con las incursiones nocturnas de sus insensatos cohabitantes para poder gozar de una noche de calma y tranquilidad. No era justo que después de haber trabajado arduamente durante todo el día, tuviera que soportar noches en vela por culpa de unos pocos revoltosos.
Se levantó de la cama de un salto rumiando insultos impropios para una dama. Una corriente de aire gélido la tomó desprevenida y, a pesar del pijama frisado, sintió su piel erizarse y un fuerte escalofrío recorrer su columna.
Hacía frío. No era nada extraño para una inextinguible noche de julio, pero el cambio de temperatura la había sorprendido y en apenas algunos segundos comenzó a tiritar.
Ni siquiera eso la amilanó. Había soportado innumerables molestias durante los últimos meses. Había sido demasiado paciente, incluso, condescendiente, pero esta vez, la cosa había llegado demasiado lejos. No estaba dispuesta a tolerar ni un segundo más semejante desconsideración.
Pensó que lo más adecuado para enfrentar a los bochincheros era vestirse y arreglarse un poco. De por sí, no era de esas personas que lograban imponer respeto solo con su presencia. Si se le sumaba a eso un pijama desteñido y una rebelde mata de cabellos alborotados, probablemente mas que temor, su irrupción solo les daría risa. Además, si dentro del dormitorio y a pesar de la estufa, el aire estaba bastante fresco, en el salón estaría, sin ninguna duda, rotundamente helado.
Sin embargo, al pensar en el tiempo y en el esfuerzo que le llevaría cambiarse y lo mucho que demoraría en poder volver a la cama, desistió por completo de querer aparentar una autoridad y un control que estaba muy lejos de ostentar. En realidad, si era necesario, estaba más que dispuesta a amenazar, negociar o suplicar con tal de poder tener una noche completa de descanso.
En consideración a su propio bienestar físico, descolgó la vieja bata de invierno y se envolvió en su cálido abrazo. Las gastadas pantuflas, para variar, no estaban donde deberían. Ni siquiera se tomó la molestia de buscarlas, probablemente aparecerían solas en el lugar más inverosímil dentro de un par de días. Otra de las molestias por las que tenía que agradecer a los alborotadores.
No hizo el menor intento de tomarlos por sorpresa. Todo lo contrario. Abrió la puerta de su dormitorio con resolución y caminó por el pasillo haciendo sonar los talones contra el entarugado. Antes de llegar a las escaleras, los molestos sonidos se habían apagado.
El inesperado silencio no la convenció de dar marcha atrás. Tanta deferencia no la engañaba. No tenía ninguna duda de que en cuanto regresara al cuarto volverían a las andadas. Ya había sucedido antes, al principio, cuanto todavía no estaba convencida de que semejante despliegue de actividad ofensiva tenía como principal y único propósito martirizarla. Durante aquellos días, había pasado noches enteras entrando y saliendo de su alcoba sin lograr encontrar ninguna solución.
Bajó las escaleras sin prisa aunque con determinación. En la planta baja la oscuridad era casi absoluta. No obstante, para alcanzar su propósito, no necesitaba más que el tenue resplandor de su velador que llegaba desde el piso superior. Estaba acostumbrada a deambular por el caserón y conocía de memoria cada rincón del mismo. Sin desalentarse, atravesó el vestíbulo y se detuvo ante las puertas del gran salón.
El silencio y la quietud eran absolutos. Si ella misma no hubiera estado soportando la algarabía de minutos atrás, juraría que era imposible que cualquier sonido pudiese burlar el sosiego reinante. No obstante, no estaba loca ni alucinaba y había escuchado claramente la sinfonía desenfrenada que aniquilaba cualquier probabilidad de descanso.
Los golpes sordos, los agudos chirridos, el ir y venir de los muebles arrastrados por el suelo, el tintineo de los cristales, el entrechocar de la vajilla y el argentino repiqueteo de los cubiertos no habían sido espejismos de su imaginación. Los había escuchado claramente y había podido reconocerlos sin sombra de duda, tanto como lo habría hecho si hubiera estado mirando a un grupo de huéspedes dentro mismo del comedor.
Frunció el ceño algo consternada pues, si bien mantenía intacta su determinación de acabar con aquello, no estaba muy segura de cual debía ser el camino a seguir. Tenía que admitir que, a pesar de las innumerables negativas del resto de sus colegas, siempre había considerado el accionar de los vándalos nocturnos como una pesada broma de mal gusto dedicada a la recién llegada. No obstante, frente a las nuevas evidencias, tendría que aceptar la desagradable posibilidad de una explicación no tan ortodoxa.
Caminó con lentitud hacia los enormes y solemnes sillones que bordeaban los ventanales. Desde allí podía verse el paisaje circundante como un magnífico óleo donde se plasmaba una escena nocturna. La noche era un manto oscuro que explotaba en millones de estrellas, logrando un resplandor tan diáfano que nada tenía que envidiarle a la ausente y nívea luna. Las oscuras siluetas de los árboles permanecían inmóviles como esculpidas en un muro de cristal, ni la más tenue brisa se atrevía a importunar su melancólico descanso. A sus pies, el césped brillaba bajo un gélido y sutil manto de escarcha. La ausencia de sonidos y movimiento era total.
Se arrellanó sobre los confortables almohadones y resopló consternada. Una volátil nube de vapor estalló frente a su rostro como si necesitase un recordatorio de la aciaga temperatura ambiente. Ni la belleza del entorno ni la serenidad del lugar lograban distraerla de sus preocupaciones inmediatas. Si quería lograr descansar tendría que conseguir que cesaran, o por lo menos disminuyeran, los molestos ruidos nocturnos, pero el hecho era que no sabía como conseguirlo. Se sentía algo más que ridícula sentada en medio del salón cavilando sobre la posibilidad de entablar una conversación con supuestos habitantes intangibles que, vaya a saber por que motivo, estaban decididos a convertir su vida en un tormento. No era algo lógico o habitual y, con seguridad, no era algo que estuviera dispuesta a admitir delante de otras personas.
Se acurrucó todo lo que pudo buscando la tibieza y el desahogo entre los cojines y el respaldo. No era ni remotamente tan cómodo como su blanda y abrigada cama pero si su estadía en el salón evitaba el jaleo, estaba dispuesta a conformarse con lo que tenía a la mano.
El estruendo de un candelabro golpeando el suelo fue algo más que una respuesta a sus velados pensamientos. Sorprendentemente, en vez de asustarla, el nuevo estrépito la exasperó. Si los apócrifos inquilinos eran realmente capaces de leer su mente y anticipar sus reacciones ya deberían saber lo molesta, por no decir indignada, que estaba a esa altura de los acontecimientos. Cabía esperar que habiendo logrado su cometido, se dignaran dejarla en paz. Sin embargo, corroborado por los innumerables golpes que comenzaron a retumbar por toda la sala, sus intenciones parecían no ser exactamente esas. La evidencia la desmoralizó.
Volvió a acurrucarse sobre el sofá y escondió la cabeza bajo un voluminoso almohadón para intentar amortiguar la estridente revolución. ¡Ya quería ella que eso ocurriese! Cerró los ojos resignada y suspiró.
Las palabras salieron de su boca mucho antes de que realmente decidiera decirlas.
- ¿Me pueden dejar dormir, por favor?
El silencio cayó como un manto absoluto e inmediato. Entre sorprendida y satisfecha ella espió apenas por sobre el ribete del cojín. Conciente de su propia extravagancia, suspiró mientras volvía a dirigirse, sin demasiadas expectativas, a sus misteriosos interlocutores.
- ¡Gracias!
Como toda respuesta, una ráfaga de aire extremadamente helado, alcanzó a rozar la piel de sus mejillas. Expectante, se sentó en el borde del sillón a la espera de alguna otra manifestación de que las diferencias habían sido zanjadas.
Los minutos pasaron con lentitud y el silencio seguía siendo total. Satisfecha con los resultados, se levantó del sofá con serenidad y tras un leve saludo con la cabeza dirigido a nadie en particular, salió despreocupadamente del salón con rumbo a sus aposentos.
Los primeros acordes la alcanzaron al pie de la escalera. Sacudió la cabeza resignada pero no pudo dejar de sonreír. Muy a su pesar, tendría que admitir que esa noche dormiría arrullada por un sobrenatural coro metafísico que entonaba antiquísimos cánticos gregorianos.
Mientras seguía subiendo los escalones envuelta por una inesperada sensación de serenidad, la música se propagó por todo el caserón.
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CONCIERTO NOCTURNO
Short StoryLa noche era un manto oscuro que explotaba en millones de estrellas, logrando un resplandor tan diáfano que nada tenía que envidiarle a la ausente y nívea luna. Las oscuras siluetas de los árboles permanecían inmóviles como esculpidas en un muro de...