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Sir Albert dio ocho vueltas en la cama, cambió la orientación de la almohada tres veces más y finalmente se dio por vencido. Todo apuntaba a que esa noche sería una de las tantas que pasaría en vela aunque, por vez primera, por motivos totalmente ajenos a los pensamientos que se liberaban en su cabeza al ponerse el sol.

La posada donde se había alojado con Lady Inés en aquel pueblecito remoto tenía parte de las habitaciones orientadas al patio trasero y el recubrimiento de piedra, gris y gruesa, de las paredes proporcionaba cierto aislamiento del sonido. Tal y como les había explicado la posadera nada más llegar, esas habitaciones solían ser más caras por ser también las más solicitadas principalmente por comerciantes, escribas, copistas y en general por todas aquellas personas que veían en el silencio y la tranquilidad su bien más preciado. La ocupación del lugar era alta por ser época de festividades y el constante ir y venir de carros con habitantes de pueblos colindantes dificultaba enormemente el encontrar un alojamiento en condiciones. No obstante había sido su día de suerte, como la buena mujer estuvo encantada de anunciarles, pues un par de habitaciones habían sido desocupadas. Así pues Lady Inés se encontró cómodamente instalada en una habitación prácticamente insonorizada mientras que Sir Albert tuvo que conformarse con una cuya única ventana daba a la calle principal y por cuyas rendijas se filtraba el ruido y la algarabía de la calle a altas horas de la noche.

Descartó con pesar la posibilidad de dormir algo por lo que decidió ponerse en pie con un sonoro y largo suspiro, el jergón crujiendo bajo su peso al incorporarse añadiendo una punzada más de dolor a su ya de por sí agotado cerebro. El contacto del agua con su cara fue a la vez un alivio y no lo suficiente, el espejo devolviéndole una imagen de sí mismo ojerosa y visiblemente cansada. La edad empezaba a reflejarse en sus rasgos y a pesar de no poder considerarse excesivamente mayor las amplias cicatrices de su espalda contaban cientos de historias de batallas, algunas ganadas y otras perdidas, que eran lo que realmente pesaba sobre sus huesos.

Decidido a apartar esos funestos pensamientos que no iban a ser de ninguna ayuda en su estado actual, optó por bajar a dar un paseo. Descartó las ropas más ricas que llevaba consigo del mismo modo que descartó su dorada armadura, pues su intención era pasar desapercibido entre el gentío y eso habría sido el equivalente a llevar puesta una corona de oro y piedras preciosas, finalmente decantándose por una sencilla camisa en tonos azules y un pantalón oscuro que si bien le había costado una pequeña fortuna era de un material discreto y no llamaba excesivamente la atención.

La posadera se despidió de él con un gesto de la mano mientras limpiaba las jarras de cristal que les había servido esa noche durante la cena con un trapo tan envejecido que Albert estaba seguro llevaba ahí más tiempo que el propio edificio. Intentando no pensar en la cantidad de enfermedades que ahora circulaban libremente por su torrente sanguíneo por el mero hecho de haber posado sus labios en el grueso cristal cerró la puerta con un golpe suave y rezó mentalmente porque Inés no se despertara en toda la noche y así evitar responder preguntas incómodas sobre su paradero a su vuelta. No tenía pensado estar mucho tiempo fuera, no más de un par de zancadas calle arriba, lo suficiente para que el fresco aire de la noche le despejara, y después regresar.

Las calles estaban iluminadas por antorchas y la gente caminaba de aquí para allá, acompañada por la música que salía de las tabernas y se mezclaba entre sí hasta dar lugar a un murmullo constante y sin sentido. El hecho de que todo el mundo, hombres y mujeres por igual, llevasen coronas de flores en la cabeza daba a entender que era algún tipo de festividad asociada a la primavera y Albert empezó a sentirse más expuesto precisamente por carecer de ningún complemento que si se hubiera puesto su brillante armadura de soldado.

Una fila de estandartes morados con extraños símbolos que fue incapaz de reconocer decoraban los ventanales de las casas y se unían unos con otros con gruesas cuerdas creando una especie de manto que proyectaba su sombra a la luz del fuego sobre el suelo empedrado. Tan ensimismado estaba contemplando la peculiar decoración de su entorno que no prestó atención al gato negro que se cruzó en su camino hasta que no estuvo prácticamente encima de él, perdiendo en consecuencia el equilibrio por intentar esquivarse el uno al otro y dando con su culo contra el duro suelo.

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