II

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(N/A): Gracias a Dropkick Murphys y Flogging Molly sin cuya música no existirían los elfos ni los caballeros borrachos.

Sintiendo que ya no tenía nada más que hacer allí decidió enfilar la calle hasta lo que parecía la plaza principal del pueblo desde la que alcanzaba a escuchar sonidos de flautas y laúdes. A pesar de la incomodidad de la sesión espiritista, asunto que había decidido archivar en un rincón de su mente para analizarlo después, la casa de la bruja había ejercido un poder sanador sobre él y los fuertes dolores de cabeza que lo habían atenazado esa noche comenzaban a disiparse, dejando solamente un cosquilleo que si bien aún le molestaba era decididamente mucho más soportable

A lo largo del paseo se cruzó de nuevo con mujeres y hombres que lo saludaron con cordialidad a pesar de no conocerse de nada. El espíritu festivo los embargaba a todos y recibió unas cuantas invitaciones para unirse a distintos grupos que rechazó amablemente. Si iba a beber le apetecía hacerlo solo.

La plaza estaba adornada con decenas de banderas de colores que la atravesaban de punta a punta, la gente reía, bailaba y brindaba con enormes jarras de cerveza mientras un grupo de músicos tocaba sin parar sobre una improvisada tarima.

Albert paseó los ojos por todas las tabernas de la zona hasta que finalmente se decantó por una que parecía algo más apartada de las demás cuya entrada principal daba a un angosto callejón donde se acumulaban cajas y barriles vacíos. El cierto aislamiento con respecto al resto de la plaza le empujó a pensar que dentro tal vez encontraría la cierta tranquilidad que iba buscando esa noche pero se arrepintió de esa idea en cuanto franqueó la puerta.

Si bien no había tantísima gente como en otros establecimientos cercanos la algarabía era tal que multiplicaba a sus ocupantes por veinte. Un grupo de hombres bailaba descoordinadamente sobre la barra mientras el tabernero, que frotaba obstinadamente una copa, les observaba con una sonrisa brillante desde el otro lado, como si ese comportamiento fuera algo habitual para él. El resto de ocupantes de las mesas llevaban ropas igual de particulares que los bailarines y jaleaban la danza con distintos grados de ebriedad. La música de laúdes, flautas, zanfoñas y violines vibraba por todo el ambiente. Todos ellos llevaban coronas de flores sorprendentemente similares a la que Albert llevaba sobre su cabeza y, por tanto, distintas a todas las que había visto en las personas con las que se había topado hasta llegar allí.

A pesar de que había algo en aquel lugar que lo hacía manifiestamente distinto al resto estuvo a punto de girarse y marcharse a otro sitio cuando el tabernero, un hombre de pelo claro y anteojos, se fijó en él. Sin dejar de sonreír le indicó con un gesto de la mano que pasase y Albert no pudo menos que obedecerle. A pesar del barullo general el hombre parecía simpático y sus sospechas se confirmaron en cuanto se sentó en el taburete más alejado del espectáculo.

—Te veo un poco perdido, hijo —El tono era amable y Albert se alegró de llevar ropas que no le identificasen como un noble puesto que de ser así estaba seguro que el trato habría sido muy distinto —. ¿Forastero?

—Sí, algo así —Sus trazas de timidez asomaron con toda su fuerza —. Estoy de paso por el pueblo y quería...esto...curiosear un poco.

—Pues has venido en la época indicada —Frotó por última vez la copa, que ya de por sí estaba reluciente, y la dejó justo debajo del asiento de madera junto a las demás —. El Equinoccio de Primavera es una fiesta que atrae a muchísimos visitantes ocasionales y es maravilloso para los negocios.

Una gota de cerveza le salpicó al hombro y se la sacudió distraídamente.

—¿Qué quieres tomar?

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