i.
Alia nunca podía olvidar del todo lo que era de verdad. Al fin y al cabo trabajaba entre espejos.
Al principio le había costado estar rodeada de aquellos objetos, aunque los prefería a los que eran más que objetos. Había sido uno de los cambios más duros, junto el de ser pequeña y débil otra vez. El robusto humano que había habitado anteriormente -a Alia le gustaba pensar que era eso lo que hacía, habitarlos, no robarlos o matarlos o eliminarlos- había alcanzado una edad avanzada sin sufrir nunca grandes enfermedades, cosa de esperar si uno sabía que no era humano. Alia podría haber seguido viviendo como Anthon indefinidamente, y le habría gustado. Aún así, se había visto obligada a fingir su muerte, no quería que nadie sospechara.
A pesar de que sabía que era lo correcto, fingir la muerte de Anthon había sido duro, así como abandonar la vida que había llevado tantos años.
Alia había reflejado a Anthon por primera vez cuando este no contaba más de 10 años. Lo había encontrado jugueteando con otros niños en un prado a la vera del río en el que Alia solía pasar los días. Por aquel entonces, Alia era aún una adamán joven y apenas había reflejado humanos un par de veces, y nunca dos veces al mismo; sabía la responsabilidad que aquello conllevaba.
Como adamanes, o seres espejo, como los llamaban muchos humanos, Alia poseía la capacidad de aparentar ser cualquier persona que quisiese. Para reflejar a alguien, le habían enseñado, hacía falta una enorme concentración, además de la seguridad de que no se encontraría con el humano al que estaba reflejando, eso traería demasiados problemas, incluso más que dejarse ver por un humano en su forma natural de espejo.
Por esto, debían ser cuidadosos al acercarse a lugares donde merodeaban humanos. En caso de estar en gran peligro de ser divisados, los adamanes debían hacer uso de uno de su poder más peligroso: imaginar la nada. Si podían reflejar a cualquiera con la suficiente concentración, también podían simplemente concentrarse en la nada, reflejándola así y... desaparecer.
Esto era tremendamente arriesgado por un simple hecho: si uno trataba de aparentar ser nada durante demasiado tiempo, probablemente acabara siéndolo.
La amenaza de desaparecer en la nada sin posibilidad de evitarlo ocupaba la mente de muchos adamanes jóvenes, especialmente cuando comenzaban a aprender a controlar esta habilidad después de unos años de vida. De hecho, Alia aún estaba aprendiendo a imaginar la nada cuando se encontró con Anthon aquella tarde de verano.
La adamán era joven e inquieta, nunca podía concentrarse por mucho tiempo, lo que llevaba a no poder mantener el ritmo de sus amigos en cuanto a avances en el arte de reflejar. Por ello, Alia practicaba en sus ratos libres, con la esperanza de mejorar y librarse así de las burlas de sus compañeros.
La adamán acudía al río y trataba de imaginar la nada esperando que el cauce se llevara su reflejo en el agua. Sin embargo, las risas de los niños la habían distraído y Alia no había podido evitar camuflarse entre los juncos y echar un vistazo a lo que estaban haciendo.
Se trataba de un grupo de tres chicos y una chica. Estaban jugando al esconderse entre la maleza y buscarse unos a otros. Al parecer, los niños estaban riéndose de la niña porque esta no podía escalar árboles sin que el vestido se le enganchara entre las ramas, lo que hacía que siempre fuera la primera en ser encontrada.
Un arrebato de compasión y empatía se apoderó entonces de la adamán. A pesar de no estar vivos de la misma manera que el resto de seres, los adamanes tenían sentimientos tan poderosos y complejos como cualquier humano.
Alia diseñó entonces una simple estrategia para ayudar a la niña: se transformaría en uno de ellos y dejaría que la niña lo encontrara fácilmente. El problema era que no podía aparecer un doble de uno de ellos sin razón.
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El Equipo Ganador: Narnianas
Short StoryEn este libro se publicarán las historias para el concurso El Equipo Ganador