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Podría decirse que aquel era un día apacible, y más aun sabiendo que la temporada de verano tocaba a su fin y había decidido obsequiar a los habitantes del Protectorado con un cielo pintado de un perfecto azul totalmente desencapotado, permitiendo que los débiles rayos del sol que presidía aquel cielo perfecto, acariciasen suavemente los rostros de todos los que pacientemente guardaban cola.

Sirianos, Dolani, Humanos e incluso algún que otro Montañés. No importaba su procedencia ni su condición social, todos se veían obligados a aguardar su turno. Como era costumbre, los mercaderes, acompañados por sus carromatos repletos de todo tipo de cachivaches, se dirigían hacia Helellín para dar salida a sus excedentes, o al menos intercambiarlos por otros bienes de más utilidad aprovechando que se reducirían las visitas a los pueblos menores del Protectorado.

Ninguno de ellos había reparado en que a muchos otros mercaderes habían tenido la misma idea. Se juntaban con ellos también todos los que se acercaban desde los pueblos y aldeas colindantes para hacerse con las provisiones necesarias que harían frente a la temporada de invierno, y también había algún que otro que simplemente deseaba visitar a sus familiares antes de que el clima se lo impidiese.

Todos ellos se agolpaban sobre el camino que atravesaba el valle, e intentaban que el individuo inmediatamente posterior no lograse arrebatarles su hueco dentro de la cola, en ese momento algo tan preciado como la vida misma, sin advertir que, en la lejanía se acercaba un solitario individuo que arrastraba tras de sí un voluminoso saco.

Ya desde lejos, el hombre solitario destacaba por su vestimenta: un abultado chaquetón formado por mil remiendos coloridos y un enorme sombrero chambergo cuya ala era desproporcionadamente grande si se comparaba con la copa, que cuando caminaba, cimbreaba hacia arriba y hacia abajo, describiendo un movimiento similar al de las alas de los pájaros. De la misma manera, calzaba unas botas de gran calidad que aplastaban imponentemente la gravilla y los guijarros que se encontraban a su paso, rematando la vestimenta con unos gruesos guantes de cuero tachonado visiblemente gastado.

Cada dos pasos que daba, sacudía el saco y levantaba una pequeña voluta de polvo que acababa por disolverse en el aire. Avanzó unas cuantas volutas de polvo más hasta que alcanzó al último individuo que formaba la fila, después soltó despreocupadamente el saco y aguardó pacientemente a que la cola avanzase. Los tipos que estaban por allí cerca, se vieron sorprendidos cuando aquel tipo solitario apareció con su extravagante aspecto indigno del apacible día que corría, y cuando creían que no eran observados, trataban de escudriñar entre las sombras que envolvían el anonimato de aquel rostro desconocido sin lograr resultado alguno.

La enorme afluencia de público, aunque esperada, obligó a los guardias de Helellín a convocar más efectivos que se encargasen de registrar las pertenencias de todos los mercaderes, hombres que iban en busca de provisiones, y personas que se acercaban a visitar a sus familiares antes de que el clima lo impidiese, para así evitar que se infiltrase en la ciudad cualquier indeseado cuyo único propósito fuese armar cualquier clase de alboroto.

Los tiempos de paz llevaban mucho tiempo predominando sobre todo el Protectorado, concretamente desde que las cinco provincias aceptaron sus condiciones de autogobierno a cambio de unirse bajo el amparo y protección de los Sirianos. Sin embargo, y a pesar de que las guerras ya casi eran historias que pocos recordaban, bien era sabido que no por ello la delincuencia y las malas artes hubiesen desaparecido, por lo que extremar las precauciones era casi obligatorio a la hora de evitar desgracias como la acontecida hacía tan solo un par de años en la propia Helellín, donde un grupo de desgraciados logró acceder a la ciudad para atentar contra el Enclave Sagrado local. Aparte de lograr multitud de daños en aquel emblemático edificio, tan sólo consiguieron que la Congregación del Sexto Amanecer pronto diese con ellos para posteriormente desaparecer en sus calabozos. Muchos piensan que también propiciaron la larga cola que llegaba hasta las puertas de Helellín, y que no se daba solo allí, si no en todas las ciudades medianamente importantes del Protectorado.

Relatos de una promesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora