Prólogo

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El campus universitario estaba a rebosar. Los grupos de estudiantes pasaban con prisa delante de la vacía terraza de la cafetería, reencontrándose con amigos, sirviendo de guía a los nuevos, mofándose de los empollones... No, eso solo lo hacía ella y en voz baja, en esa universidad todos eran unos santos, ni novatadas hacían, las normas eran inquebrantables, solo una falta y estabas fuera. Nadie se arriesgaba a perder el privilegio de estudiar allí.

Empezaba el semestre de invierno, otros aburridos meses por delante, días y días enfrascada en libros que odiaba y no tocaría si no fuese por las exigencias de su padre.

¡Maldito chalado!, exclamó entre dientes María mientras enterraba la mano en su pelo moreno, tratando de calmar su deseo de venganza.

Su progenitor consideraba que las cuatro empresas de la familia no serían suyas si no se las merecía, así que no le quedaba otra que estudiar y aprobar cada una de esas mierdas de materias, que solo servían para doblegar su deseo de vivir sin esfuerzos. ¿Para qué si ya lo tenía todo en casa?

Faltaba tan poco para acabar con esa agonía, ¿y luego qué? ¿Volver al yugo de su padre?, ¿a sus normas?, ¿al deseo irrefrenable de huir?, ¿a hacer de niñera de su hermana pequeña?...

Resopló hastiada y volvió a mirar a su alrededor en busca de algo bueno, necesitaba divertirse y olvidarse de su mala suerte.

Su última conquista había sido una gran decepción, prometía mucho, pero una vez catado y comprobada su cuenta corriente todo se volvió un fraude. No tenía dinero, la engaño solo para llevarla a la cama. Otro más, y la lista no paraba de crecer.

Estaba cansada, solo necesitaba a alguien realmente interesante, que no le importase ser generoso con una dama como ella. Que pudiese costear sus gustos caros y extravagantes, que besase el suelo por el que pisaba. Un pobre tonto que la librase de su padre y la dejase una tarjeta de crédito. ¿Era mucho pedir?

Fue descartando a los pocos que se paraban cerca de su vista, en aquella terraza: demasiado feo, menudos granos y ¡esas gafas horribles! Le dio un sorbo a su café irlandés, no estaba cargado, tendría que hablar con la sosaina de la camarera para corregir ese error. No iba a pasarse meses bebiendo aquel líquido aguado y sin chispa.

—¡Al fin te encuentro! —Cómo odiaba aquella vocecilla chillona y desagradable de su compañera de habitación. Y cómo aborrecía a su padre por hacerla compartir estancia pudiendo pagar un apartamento para ella sola; él y sus lecciones de humildad.

Algún día le devolvería la moneda, ya tenía varias residencias en mente, a cada cual peor, y estaba deseando poder elegir en la que iba a enterrarle.

—Ni que me hubiese escondido —contestó a la pelirroja, que se había sentado frente a ella sin su permiso.

—Pensé que me avisarías, en eso quedamos, ¿recuerdas? —señaló molesta.

—No me apetece oírte, Itzel, hoy no, no tengo ganas de escuchar diatribas acerca de lo importante de hacer lazos universitarios.

—Ya te dejó Rober, menuda novedad.

¡Imbécil! La insultó en su mente. Aún la necesitaba un año más, ella le prestaba los apuntes, incluso a veces le hacía parte de sus trabajos; después le daría una buena patada en su culo gordo y dejaría de fingir que eran amigas.

—Te equivocas, yo lo dejé. Otro palurdo que no tenía ni para una manicura —explicó, tamborileando en la mesa con sus uñas recién arregladas.

—Ya veo.

—Ya me entiendes, ya sabes lo que busco, ¿por qué no aparece de una vez?

—Quizás porque en una universidad es difícil encontrar a un hombre estúpido, que solo se fije en tu físico y te dé el control de todo.

—¿Y qué buscan entonces? —preguntó con verdadero interés por primera vez desde que conocía a aquella petarda.

—Pues quitando los crápulas, que ya has probado y te han metido en su cama... —¡Estúpida!, renegó María a punto de dar por concluida la conversación y la amistad—. Hay otra clase de hombres, de esos raros especímenes que buscan más allá del físico, de los que se entregan a una sin miedo, pero quizás son demasiado sofisticados para ti.

—¿En quién estás pensando? —Itzel sonrió con suficiencia, desde hacía tiempo quería ponerla en su lugar y sabía que él no caería en sus redes, todo el mundo conocía la reputación de María.

—¿De verdad estás interesada? —la picó, sabiendo que así aumentaría su interés.

—Pónmelo en bandeja de plata y yo haré el resto —quiso reírse en su cara, pero ella no lo entendería, igual que no comprendió cuando trató de evitar que se liase con Rober, el único chico que le gustaba en aquel lugar.Alzó una ceja, saboreando el momento y anticipándose a la decepción de aquella superficial mujer.

—Mira a tu derecha y valóralo tú misma.

María se giró, dudando del buen gusto de la siesa, y ahí estaba él para contradecir cualquier pensamiento en contra que pudiera esgrimir. Era el hombre más apuesto que había visto en su vida, sus músculos se perfilaban debajo del jersey, su rostro era un pecado para los sentidos y esas manos prometían noches de pasión bajo las sábanas. Lo observó descarada, fijándose en la curva de su culo y el bulto de su entrepierna. Tenía que ser suyo, en todos los sentidos de la palabra.

Pero no podía fallar, no había tiempo para más errores, esta vez tenía que envolverlo y conseguir su objetivo. Necesitaba un incauto con quien casarse y esperaba que aparte de guapo, también fuese altamente manipulable.

Se levantó, se giró hacia la cristalera del bar y se acicaló el pelo, colocando un mechón rebelde de vuelta en su recogido bajo. Miró su perfecto traje burdeos, que la confería un aspecto serio, y recogió su carpeta. Miró a su «amiga» y, por primera vez en su vida, tuvo ganas de dar las gracias a alguien, pero no lo hizo, esa palabra no estaba en su vocabulario.

—¿Y cómo dices que se llama ese bombón tan follable?

La sonrisilla de suficiencia de Itzel la hizo entender que debía usar otra táctica con aquel hombre, quizás fingir ser una dama respetable, casta y pura. Sería interesante interpretar un papel como aquel, descubrir qué se siente cuando no solo te quieren por lo que sabes hacer en la cama. Eso haría y estaba segura de que iba a funcionar.

—Nathan Bowen —contestó su acompañante.

Vas a ser mío.Recogió el bolso y se alejó de la mesa sin despedirse; era el momento de pasar a la acción.

María. La perdición de Nathan Bowen.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora