Nathan, murmuró entre dientes, recordando cuánto había gozado antes de retirarse a su habitación.
En esos primeros segundos de somnolencia, todo era perfecto para María. Podía fingir que entre las sábanas de seda que acariciaban su cuerpo desnudo había gozado del escultural hombre predestinado para ella. Su salvador, el que arrinconaría de una vez a su padre, devolviéndolo a sus obligaciones y alejándolo de su camino.
Con los ojos cerrados aún saboreaba el ritmo frenético de su último acompañante e ignoraba todo lo demás, pero poco a poco, la luz que se filtraba por la persiana, el sonido de la ducha, el incesante pitido del despertador de la habitación vecina..., la sacaban de su ensoñación, golpeándola con dureza contra la maldita verdad: el muy gilipollas ni la miraba.
Abrió los ojos lentamente, odiando a Itzel por estar duchándose y romper la magia de su ensoñación, recordándole que, después de un mes arrastrándose y persiguiendo a su presa, no había conseguido nada. Estaba harta y empezaba a desesperarse.
Se estiró y miró su reloj, las siete de la mañana de otro día insulso y agotador.
—Mierda —masculló, estirando los dedos de los pies e ignorando cómo le dolían.
Era su peaje por sentirse atractiva, se subía a los tacones a las ocho de la mañana y se bajaba de ellos... ¿a las diez de la noche?, ¿o las once?, ¿o las doce?... ¿O quizás algún macho alfa se los dejaba puestos mientras la empotraba contra la pared del bar de turno?
—¿Tan temprano y ya con el ceño fruncido?
Aborrecía esa voz, se tapó con la almohada, esperando que la siesa se diera cuenta de que no quería escucharla.
—Llegarás tarde a la primera clase y como sigas faltando... —Itzel se detuvo ante la risa histérica de María, la vio apartar la almohada y mofarse de ella. Estaba harta de su actitud y aún quedaban muchos meses por delante para librarse de ese tormento.
—Tengo dispensa —sonrió, regodeándose de su triunfo—, al señor Murray le interesa más lo que encuentra entre mis piernas que lo que pueda escribir en un examen.
—No te creo —murmuró la siesa, haciendo que María disfrutase aún más de su triunfo, sabía que admiraba a ese profesor.
—No es más que un hombre —argumentó para aumentar su disgusto, sabiendo que le escandalizaba su manera de vivir—, en cuanto rozas sus partes dejan de pensar y puedes manejarles a tu antojo. Ojalá lo entendieras.
Se levantó de la cama, exhibiendo su desnudez para disgusto de su compañera.
—Podrías aprender tanto de mí si quisieras dejar de ser tan insulsa... —Itzel resopló indignada—, pero, claro, eres una santurrona que no sería capaz de ello. ¡Qué pena, reina!, no sabes todo lo que te pierdes por seguir con esa actitud.
—No tengo interés en tus clases magistrales, mi cuerpo se merece mejor trato del que tú le das al tuyo. —Le dio la espalda, mordiéndose la lengua para no saltarla a la yugular, estaba cansada de sus insultos y bromas.
—No sabes lo que te pierdes —insistió.
—No, pero sí sé lo que tú estás perdiendo. —Ya no pudo callarse por más tiempo, se giró hacia ella y la encaró—. ¿No te dice nada que Nathan pase de ti mientras le persigues cual perrito faldero? Ni siquiera te mira, ya debe de saber que hombre que conoces, hombre que metes en tu cama. Hasta te has acostado con el de la gasolinera, que bien podría ser tu abuelo. ¿Qué clase de persona eres?
A medida que Itzel hablaba, María iba enrojeciendo. En el fondo sabía que tenía razón, pero nunca se permitía llegar hasta ese punto, no quería analizar su comportamiento y mucho menos sentirse culpable por lo que hacía. No deseaba pensar, pero la siesa había atacado su punto débil.
Dio unos pasos hacia ella, tratando de amedrentarla, como hacía siempre, pero Itzel se mantuvo en su sitio.
—Cada decisión que tomas es peor que la anterior y no me digas que es culpa de tu padre, porque bien sabes que no es así, él ni siquiera está aquí para agobiarte. El problema eres tú, tu manera de estar, y de pensar que entre las sábanas de alguno de ellos te sientes querida, un amor de usar y tirar. No tienes respeto por tu cuerpo ni por ti misma.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? —susurró por primera vez desde que se conocían.
—Estoy harta de ti, llevo mucho tiempo aguantando tus desprecios y me he cansado.
—¿He de recordarte que tu padre es un simple trabajador del mío?, podría hacer que le despidieran con solo una llamada —la amenazó, pero Itzel ya había despertado a la realidad mucho tiempo atrás.
—Si lo haces, no dudaré en contarle a tu padre en qué has empleado tu tiempo durante estos años. ¿Crees que le interesará saber cuán ajetreada ha sido tu vida sexual desde que empezaste a estudiar? No creo que le guste. —Se dio la espalda y se encaminó hacia la puerta de la habitación.
—Vete de aquí. —Su voz estaba impregnada de odio y cierta desesperación.
La siesa se fue y María se quedó ahí, mirando la puerta, tratando de asimilar las sensaciones que aquella imbécil le había provocado. No sabía nada, no entendía nada y ni tenía la paciencia de contárselo.
En lo más hondo de su ser, más que enfadarle le dolía todo lo que le había dicho, porque en parte tenía cierta razón y odiaba admitirlo, aborrecía sentirse usada. Muchas veces solo lo hacía por el mero hecho de que su padre jamás aprobaría sus actos. Estaba en rebeldía, pero jamás sería lo suficientemente valiente como para confesar sus actos.
Ella poco podía saber de cómo le afectaba la educación extremadamente católica que su padre le había impuesto durante años, las restricciones, las normas, la disciplina, los correazos...
Cerró los ojos y no pudo evitar ver a su padre, de pie en su habitación rosa, recitando sus fallos, algunos pequeños, otros no tanto a sus ojos y sacando el cinturón para darle el debido correctivo. Escudándose en la Biblia y sus enseñanzas, haciéndola culpable por cosas tan insulsas como no dar las gracias o no rezar en la mesa.
Una solitaria lágrima corrió libre por su mejilla, se la sacó con furia, no podía ser débil, no se lo permitía, no desde la última golpiza de aquel hombre que decía hacerlo por su bien. ¡El muy canalla!
—Algún día te devolveré cada golpe, viejo patético, disfrutaré con cada uno de ellos mientras te retuerces a mis pies pidiéndome que no te lastime.
Se giró y se encaminó al baño, para sacarse de su cuerpo la repulsión que sentía de ella misma y volver a subirse a sus tacones, retomar su plan y conseguir a Nathan.
Se metió en la ducha, cerró los ojos y dejó que el agua casi hirviendo rodase por su cuerpo con tanta fuerza que pronto toda su piel enrojeció.
Tenía que buscar la manera de llegar a Nathan e iba a conseguirlo, aunque él no quisiese.
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María. La perdición de Nathan Bowen.
RomanceMaría es todo lo que un hombre puede desear, ninguno se resiste a ella, hasta que aparece él: Nathan Bowen. Él único capaz de salvarla de su situación y proporcionarla todo lo que anhela. ¿Será capaz de conseguirlo?