El último lanzamiento

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Sentado sobre el respaldo de un viejo banco de madera situado en el borde lateral de la pista, con el rostro oculto por una amplia capucha que le resguardaba de la lluvia, Abel observaba detenidamente la cancha callejera que le había enseñado a jugar a baloncesto.

Había caído la noche hacía pocas horas, y el frío viento que soplaba era tan punzante que gozaba de la incómoda propiedad de poder atravesar la ropa. Sin embargo, Abel permanecía allí sentado, inmóvil, con la mirada perdida en algún punto del centro de la pista.

Escuchaba el rumor que producía el viento al agitar las ramas de los árboles que habían crecido alrededor de aquel punto de encuentro para los amantes del baloncesto. Las gotas de lluvia se rompían en mil pedazos al entrar en contacto con el áspero asfalto de la pista, desgastando un poco más la descolorida línea de tres puntos. Ése era su juego, por detrás de la línea de tres puntos. Las oxidadas redes metálicas que colgaban del aro habían perdido la cuenta de todos los azotes que les habían propinado los tiros lejanos de Abel, que pocas veces se molestaban en rozar el aro o en amortiguar contra el tablero su caída desde una parábola perfecta.

Aquella cancha escondida en algún rincón de algún barrio de esa gran ciudad, la misma en la que Abel había aprendido los secretos de su deporte favorito, iba a ser derruida a la mañana siguiente con tal de convertirse en un solar donde levantar un nuevo bloque de viviendas. En unas horas, el lugar más importante que había para Abel ya no estaría, habría desaparecido para siempre. Aquel era el motivo que le anclaba a un sucio banco de madera podrida en una fría y lluviosa noche de febrero.

Abel continuaba sentado bajo la lluvia con la ropa empapada, sin desviar la mirada del mismo punto del centro de la pista. En él vio el Sol brillando en lo más alto del cielo. Notó como los ojos le escocían a causa del sudor que empapaba su frente y se desviaba como aceite hacia sus inocentes pestañas desprevenidas. Sintió en su mano el áspero tacto de cuero desgastado, el tacto de un viejo balón que no sólo dominaba, sino que también comprendía. Pudo oler el polvo que se levantaba con cada uno de sus enérgicos botes...

- Siempre pensé que eras un tío raro, pero esto ya es demasiado – la voz burlona de Gaizka sacó a Abel de sus ensoñaciones.

Abel alzó la vista hacia su risueño amigo, que se protegía de la lluvia con un paraguas.

- Parece mentira que finalmente la vayan a tirar, la recogida de firmas no sirvió de nada – le contestó Abel abatido – ¿Qué haces aquí?

- Te he visto desde el balcón. Pensé que tendrías hambre, así que he pensado pasarme por tu casa y traerte la cena – mientras Gaizka hablaba, Abel observó la mochila que colgaba de su hombro.

- ¿La llevas en esa mochila? – le preguntó Abel incrédulo.

- Tu madre está preocupada. La pobre mujer te ha preparado una deliciosa cena y tú estás aquí sin haber avisado, dejando que se enfríe el plato que ella ha cocinado con cariño para ti. Eso no se le hace a una madre, tío – le aleccionó Gaizka con cierta ironía grandilocuente.

Gaizka acercó la mochila a su amigo, que palpó con las palmas de las manos su contenido. Era un objeto esférico.

Hacía unos cuántos años, cuando Abel todavía era pequeño, volvía del colegio con su balón de baloncesto en una de aquellas bolsas de plástico que dan en el supermercado, cuando casualmente se cruzó con una persona a la que admiraba profundamente.

- ¿Eres Andre Turner? – le preguntó Abel tímidamente con un hilito de voz.

El jugador le trató amablemente y firmó su balón, que desde ese día pasó a ocupar una posición preferente en el estante de su habitación.

- No lo he sacado nunca de mi habitación desde aquel día – dijo Abel sujetando el balón entre sus manos con la sonrisa ilusionada de un niño en el instante antes de abrir los regalos de navidad.

- Ésta es una ocasión especial – le contestó Gaizka mientras le guiñaba el ojo con una sonrisa pícara.

Abel se acercó lentamente a la canasta, contemplando el balón que sujetaba entre las manos, el balón de cualquier niño, un balón barato, pero de un valor incalculable. Se detuvo mirando como la lluvia caía, y después miró fijamente el aro.

- ¿El tiro del adiós? – le gritó Gaizka desde el banco.

- El tiro del adiós – murmuró Abel en voz baja, no para él mismo, sino para la vieja cancha que le estaba escuchando.

Flexionó sus rodillas y saltó hacia arriba, lanzando el balón en el justo instante en que su cuerpo alcanzaba el punto más alto. El balón describió una curva bombeada y preciosa directa hacia las redes metálicas, pero antes de que el balón las alcanzara, la punta del pie derecho de Abel alcanzó el resbaladizo y traicionero asfalto, pegando una patinada para encuadrar, seguida de un sonoro batacazo. Eso sí, el tiro entró limpiamente a canasta.

Gaizka estalló en una gran carcajada, dejó el paraguas en el banco y se dirigió hacía su amigo sentado en el suelo.

- ¿Estás bien? – le dijo tendiéndole la mano, mientras con la otra se secaba las lágrimas de los ojos.

- Creo que me he torcido el tobillo – se quejó Abel desde el suelo. Gaizka se rió todavía con más ganas.

- No tiene gracia – se indignó Abel. Miró al suelo, y comenzó a ser cada vez más conciente de los tintes cómicos de su situación. Poco a poco, esbozó una sonrisa, para terminar riendo fuertemente en compañía de su amigo.

Todos y cada uno de los momentos que Abel pasó en esa cancha de baloncesto, fueron como ése, los mejores de su vida. Desde sus solitarios entrenamientos bajo el solemne sol de verano a mediodía, hasta aquella última y desafortunada caída bajo la lluvia. Justo antes de irse, con el balón bajo el brazo, Abel se giró para echar un último vistazo a la pista de baloncesto que le había visto crecer. Aquello era una despedida, pero no una despedida triste. Sencillamente era un hasta siempre, ya que el baloncesto que tanto amaba seguía corriendo dentro de sus venas, y le seguiría para siempre a donde fuera.

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