II

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A la mañana siguiente, la afligida madre no pudo dejar la cama. Los médicos y las enfermeras estaban a su lado y de vez en cuando susurraban entre ellos. A Abby no le permitían entrar en la habitación y le dijeron que saliera a jugar, que mamá estaba muy enferma. La niña, bien abrigada, salió y jugó en la calle un rato, pero entonces le pareció raro, y también mal, que su papá estuviera en la Torre sin saber lo que estaba ocurriendo en su casa. Había que remediar esa situación, y ella lo haría en persona.Una hora después, la corte militar recibió órdenes de presentarse ante el general. Éste se encontraba de pie, ceñudo y en posición rígida, con los nudillos apoyados sobre la mesa, y les indicó que estaba listo para escuchar el informe.—Les hemos pedido que vuelvan a considerar su decisión —dijo el portavoz—, se lo hemos implorado. No obstante, insisten. No van a hacer el sorteo. Están dispuestos a morir, pero no a profanar su religión.La cara del regente se ensombreció, pero no dijo nada. Se quedó pensando un rato y luego expuso:—No morirán los tres. Otros harán el sorteo —los rostros de los miembros de la corte brillaron de gratitud—. Vayan a buscarlos y ubíquenlos en esa habitación. Que se coloquen uno junto al otro, con la cara vuelta hacia la pared y las muñecas cruzadas a la espalda. Avísenme en cuanto estén allí.Cuando se quedó solo, se sentó y de inmediato le dio una orden a un asistente:—Vaya y tráigame al primer niño que pase por la puerta.El soldado no demoró ni un segundo en volver; llevaba de la mano a Abby, cuya ropa estaba apenas cubierta de nieve. La niña fue derecho hacia el jefe de Estado, ese formidable personaje que hacía temblar a los soberanos y poderosos de la tierra ante la sola mención de su nombre, y se sentó en su regazo:—Lo conozco, señor —dijo la niña—. Usted es el general. Lo he visto. Lo he visto mientras pasaba delante de mi casa. Todos le tenían miedo, pero yo no, porque usted no parecía enojado conmigo. Lo recuerda, ¿verdad? Llevaba puesto mi vestido rojo con adornos azules en la parte de adelante. ¿No se acuerda?Una sonrisa suavizó las líneas austeras de la cara del regente, y se esforzó por encontrar una respuesta diplomática:—Esto..., déjame ver..., yo...—Me encontraba justo delante de la casa, mi casa, ¿sabe?—Bueno, linda criaturita, debería sentirme avergonzado, pero te diré que...La niña lo interrumpió, con tono de reproche:—Ya veo: no lo recuerda. ¿Por qué? Yo no me olvidé de usted.—Ahora sí que me siento avergonzado, pero no te voy a olvidar otra vez, querida niña. Te doy mi palabra. ¿Podrás disculparme, por un momento? Y seguiremos siendo buenos amigos para toda la vida, ¿verdad?—Sí, de verdad que sí. No sé cómo pudo olvidarlo. Debe ser muy olvidadizo, pero yo también lo soy a veces. De todos modos, puedo perdonarlo sin ningún problema, pues creo que usted quiere ser bueno y hacer bien las cosas, y creo también que es muy bondadoso..., pero tiene que darme un abrazo, como hace papi. Hace frío.—Te daré todos los abrazos que quieras, linda amiguita, y serás mi vieja amiga para siempre, de aquí en adelante, ¿no es cierto? Me recuerdas a mi hija cuando era niña. Ya no lo es, pero era amable, dulce y delicada como tú. Tenía tu encanto, pequeña hechicera, tu irresistible y dulce confianza en los amigos y en los extraños por igual, esa confianza que somete a voluntaria esclavitud a todo aquel que reciba su precioso halago. Solía quedarse en mis brazos, como lo haces tú ahora, y alejaba con su encanto el cansancio y las preocupaciones de mi corazón, y le daba paz, como lo haces tú ahora. Éramos camaradas e iguales, y compañeros de juego. Hace ya mucho tiempo que desapareció y se desvaneció ese agradable paraíso, pero tú me lo has traído de nuevo. ¡Recibe por ello la bendición de un hombre agobiado, pequeña criatura, tú que soportas el peso de Inglaterra mientras yo descanso!—¿La quería usted mucho, mucho, mucho?—Ah, a ver qué opinas: ella daba órdenes y yo obedecía.—Creo que usted es encantador. ¿Quiere darme un beso?—Con gusto... y, además, lo considero un privilegio. Toma... Éste es para ti, y éste es para ella. Sólo me lo pediste y podrías habérmelo ordenado, porque la representas, y lo que mandas, debo obedecer.La niña aplaudió encantada ante la idea de esa gran promoción, y entonces oyó un ruido cercano, el paso fuerte y regular de hombres marchando.—¡Soldados, soldados, general! ¡Abby quiere verlos!—Los verás, querida, pero espera un momento. Tengo que encargarte una misión.Entró un oficial e hizo una profunda reverencia.—Ya llegaron, Alteza —anunció, volvió a hacer una reverencia y se retiró.El jefe de Estado le dio a Abby tres pequeños discos de cera, dos blancos y uno rojo subido: pues esta misión sellaría la muerte del coronel al que le tocara el rojo.—¡Ah, qué lindo disco rojo! ¿Son para mí?—No, querida niña. Son para otros. Levanta la punta de esa cortina, allí, que oculta una puerta abierta; crúzala y vas a ver a tres hombres en fila, de espaldas a ti y con las manos atrás..., así..., cada uno con una mano abierta... igual que una taza. Pon una de estas cosas en cada una de las manos abiertas, y luego regresa a donde estoy yo.Abby desapareció detrás de la cortina, y el regente se quedó solo.—Sin duda —dijo, piadosamente—, se me ha ocurrido ese buen pensamiento durante mi estado de perplejidad, y me lo ha enviado Él, que siempre está presente para ayudar a los que vacilan y buscan Su auxilio. Él sabe dónde debe recaer la elección, y ha enviado a Su mensajero libre de pecado para que se cumpla Su voluntad. Otro se equivocaría, pero Él no se equivoca. Los caminos del Señor son maravillosos y sabios... ¡Bendito sea Su santo nombre!La pequeña hada cerró la cortina tras ella y se detuvo un instante para examinar con curiosidad y avidez el mobiliario de la cámara nefasta, las rígidas figuras de la soldadesca y los prisioneros. Entonces se le iluminó la cara de alegría, y se dijo: «¡Caramba, uno de ellos es papi! Reconozco su espalda. ¡Le voy a dar el más bonito!» Se acercó contenta y dejó caer los discos en las manos abiertas; luego se asomó por debajo del brazo de su papá, levantó el rostro sonriente y exclamó:—¡Papi! Mira lo que tienes. ¡Te lo di yo!El padre le echó un vistazo al regalo fatal, cayó de rodillas y, en un paroxismo de amor y compasión, estrechó contra su pecho a su inocente y pequeño verdugo. Los soldados, los oficiales, los prisioneros en libertad, todos se quedaron paralizados por un instante ante la enormidad de la tragedia. Pero entonces la conmovedora escena les rompió el corazón, se les llenaron los ojos de lágrimas y lloraron sin pudor. Durante unos minutos, hubo un silencio profundo y reverente. Luego el oficial de la guardia se adelantó, de mala gana, y tocó al prisionero en el hombro, mientras le decía, con suavidad:—Me apena, señor, pero el deber me lo ordena.—¿Ordena qué? —preguntó la niña.—Tengo que llevármelo. Lo siento mucho.—¿Llevárselo? ¿Adónde?—A..., a... ¡Dios me ayude! A otro lado de la fortaleza.—Pero no puede. Mi mamá está enferma y voy a llevarlo a casa. —La niña se soltó, trepó sobre la espalda de su padre y le pasó los brazos alrededor del cuello—. Abby ya está lista, papi. Vamos.—Mi preciosa niña, no puedo. Debo irme con ellos.La niña saltó al suelo y miró a su alrededor, perpleja. Entonces corrió hacia el oficial, pegó una patada en el suelo, indignada, y le gritó:—Le dije que mi mamá está enferma, y debería escucharme. Suéltelo. ¡Debe hacerlo!—Ay, pobre niña. Ojalá Dios me lo permitiera, pero realmente debo llevármelo. ¡Atención, guardias! ¡En fila! ¡Armas al hombro...!Abby desapareció como un rayo.No tardó en regresar, arrastrando al general de la mano. Ante aquella formidable aparición, todos los presentes asumieron la posición de firmes, los oficiales hicieron el saludo y los soldados presentaron armas.—¡Deténgalos, señor! Mi mamá está enferma y necesita a mi papá. Les dije que lo soltaran, pero no me escucharon ni me hicieron caso, y se lo están llevando.El general se quedó inmóvil, como aturdido.—¿Tu papá, hija mía? ¿Él es tu papá?—Pero por supuesto. Siempre lo ha sido. ¿Acaso le hubiera dado el lindo disco rojo a otro, cuando quiero tanto a mi papi? ¡No!Una expresión de horror transfiguró la cara del regente.—¡Que Dios me ayude! —exclamó—. ¡Por culpa de las artimañas de Satanás he cometido el acto más cruel que puede cometer un hombre! Y no tiene remedio, no tiene remedio. ¿Qué puedo hacer?Angustiada e impaciente, Abby exclamó:—¿Por qué no les dice que lo suelten? —y empezó a llorar—. ¡Dígales que lo hagan! Usted me dijo que diera órdenes, y ahora, la primera vez que le ordeno que haga algo, no lo hace.Una luz suave iluminó el rostro viejo y arrugado, y el general posó la mano sobre la cabeza de la pequeña tirana.—Gracias a Dios —dijo— por esa promesa impensada, ese accidente que nos ha salvado, y gracias a ti, inspirada por Él, por recordarme mi juramento olvidado. ¡Ah, niña incomparable! Oficial, obedezca sus órdenes..., ella habla por mí. El prisionero está perdonado. ¡Déjelo en libertad!

El Disco de la Muerte - Mark TwainDonde viven las historias. Descúbrelo ahora