Olor de muerte

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Ragnar marchaba sobre el lomo de su rubicundo caballo cuando reparó en el tufo que emanaba de los altos árboles de la espesura. A pesar del frío y el grato olor de la cercana primavera, la peste logró impregnarse en el ambiente y Ragnar se compadeció de sí al verse introducido en un caos creciente de ciénaga y bosque. Al robusto vikingo lo derrotaba el silencio con su ansiedad apremiante y sus días exánimes, carentes de toda vida. Tanto lo vencía que a medida que se adentraba en el lugar un velo vítreo le cubría los ojos y luchaba cada vez con mayor esfuerzo y menos fuerza por mantenerse erguido en el caballo que lo protegía de la muerte.
Ragnar sabía lo que el olor delataba. El miedo y la emoción se entrelazaban provocando el único sonido que sobresalía al de la frondosidad de los árboles; mientras, él se esforzaba por seguir la vereda que marcaba la atrayente pestilencia. Debido a su constante empeño por predecir la desventura, se halló en la situación de verse frenado por un aterrador presagio de muerte que duraría dos días y una noche, y esa última noche se caería, o alguien lo tiraría, de un caballo y moriría a causa de una contusión en la médula. Tal fue la certeza de su pensamiento que abandonó al caballo a su suerte, o a su desgracia, y decidió que nunca, jamás, volvería a montar a ningún otro corcel.

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