El frío de la calle arrecia sobre mi piel, demasiado desprotegida como para poder llevar con soltura semejante carga de desgracia. Los cartones malolientes no son escudo para la lanza gélida que acomete con decididas embestidas esta noche.
Las farolas alumbran con luz mortecina la niebla húmeda que comienza a formarse con la caída de la noche. Estoy cansado de andar buscando un mendrugo de pan que llevarme a la boca, algo de agua limpia que suavice mi garganta y entre las basuras, una pieza de tela que me sirva de abrigo.
Aquí donde me veis, un día fui un individuo como todos vosotros. Me llamaba Jorge, vivía en un piso no muy grande, sin muchos lujos, comía bien y gustaba de ir al cine cuando el tiempo y el dinero lo permitían.
Pero el destino es cruel y un tentador ingrato y puso ante mis ojos las malas compañías que me llevaron al juego y a la bebida en un declive irrefrenable que dio con mis huesos en un callejón húmedo sin nadie a quien recurrir y sin nada a lo que denominar hogar. Y a pesar de todo, tuve suerte, pues los que me trajeron hasta esta parte del camino, se encontraron con la muerte de frente. Una muerte que había tomado distintos nombres conforme se los iba llevando de sus manos. Sobredosis, SIDA, Cirrosis...Nombres que arrastraron a aquellas malas compañías al refugio frío de la Madre Tierra que todo alberga en su seno. Desapariciones que nadie tendría en cuenta, porque cuando caes tan bajo...a nadie le importas. A nadie le importa nada más que lo que puede ver a pocos pasos de su rostro. Jamás volverán la vista a quien no tiene lo que ellos tienen, la compasión se ha perdido en algún rincón de esta sociedad baldía de todo valor. No hay generosidad en rostros que con cierto asco contemplan la desgracia ajena mientras se envuelven en sus gruesas ropas. Quizá mera curiosidad morbosa, pero nada más.
Decido no quedarme más tiempo tumbado o me congelaré, hace demasiado frío como para mantenerse quieto durante mucho tiempo. Mis miembros entumecidos se quejan ante la nueva dosis de movimiento que hace que la sangre se vea forzada a recorrer mis venas con más rapidez de la acostumbrada. Siento un leve desvanecimiento, la falta de alimentos me juega malas pasadas pero me obligo a seguir hacia delante, a seguir caminando.
La luna se muestra espléndida esta noche brillando con blanco manto entre las caras de los jóvenes que andan deprisa, buscando un local en el que satisfacer sus ansias de aventura nocturna. Yo he olvidado esa sensación, pero a veces, me calienta un poco el corazón ver esa vivacidad que yo ya no poseo embriagando el ánimo tempestuoso de las nuevas generaciones.
Desde los callejones aprendes a ver las generaciones sucederse conforme el tiempo pasa. Eres un observador desde la miseria, viviendo a través de la contemplación lo que el destino decidió quitarte.
Los jóvenes se apartan a mi paso, les repele mi aspecto, mi olor, y con expresiones que denotan repugnancia, vituperan sin conocer las circunstancias que me rodearon. Algunos incluso insultan o me empujan, pero yo sigo forzándome a caminar. Un paso, dos, tres...y mis pies cansados que piden una tregua de esta guerra campal. Tregua que, por supuesto, no puedo ofrecerles.
Siento el sabor amargo de la sangre en mis labios ¿Cuánto llevo caminando? ¿Hacia dónde me he dirigido? No lo sé, ya no hay jóvenes en las calles que me indiquen la hora, no hay relojes y la noche se muestra más oscura y tenebrosa que nunca.
Debería tener miedo, pero cuando la calle es tu maestra aprendes a no temer nada más que a la soledad, a la que te acostumbras con el tiempo.
Un gemido lastimero llega a mis oídos y cuando me vuelvo, un pequeño gatito me mira con enormes ojos llenos de ternura nunca encontrada. Siento el nudo que se forma en mi garganta mientras me acerco a él. No huye, no tiene miedo, porque sabe que pocas cosas hay peores que la calle.
Mis brazos son un refugio lo suficientemente cálido para él, que ronronea satisfecho de haber hallado un nuevo amigo. Quizá yo no tuviera mucho que ofrecer, pero lo que tuviera, podría compartirlo a su lado, así el camino sería menos duro para ambos.
Unas cuantas horas más caminando fueron suficientes para nosotros, y me encontré buscando un callejón y algunos cartones para que el pequeño y yo pudiéramos descansar.
Pero en mi búsqueda mi amiguito saltó de mis brazos hacia la carretera que se encontraba a nuestro lado, salí corriendo detrás de él y en ese preciso instante un fuerte chorro de luz me cegó.
Cuando desperté vi la sangre rodeándome y el cuerpo del gatito inerte a mi lado, se había despedido dejando un breve pero intenso recuerdo en mí. Y es que el cariño, por breve que sea, deja marcas profundas.
Mi mente se aleja de mi cuerpo entre los primeros rayos del alba y el sonido de las ruedas de un coche que se aleja, y a mi mente viene una única frase: "Es muy triste pedir, pero es más triste no dar."
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Historias del Hampa
Non-FictionEl Hampa, todo lo que nuestra sociedad ha considerado como despreciable. Despojos humanos que no merecen mención. Pero ¿qué pasa cuando se deja de mirar al otro lado?