deux

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Despertó de golpe, como siempre lo hacía, pensando que estaba en su habitación. Pensó mal. Estaba en una habitación que poco a poco se iba haciendo más nítida frente a sus ojos lagañosos de la mañana. La habitación estaba en penumbras, con los rayos de un tempranero sol colándose de a poco.

Pudo divisar su ropa tirada en el suelo, su cuerpo desnudo, helado por el repentino cambio de temperatura, y a él. A su lado, dormitando como siempre lo hacía a esa hora. Le extrañaba que, tras todos estos años despertándose tan temprano, este hábito no se hubiera convertido en parte de su reloj biológico. Sacó ambas piernas de la cama, y se trasladó hacia la mesa de luz de él, para fijarse en su costoso reloj suizo que horas eran.

Seis y media de la mañana. Todavía era temprano. Volvió a la cama, y cubrió todo su cuerpo con las sábanas revueltas, consciente de que no volvería a conciliar el sueño. Y lo miró a él y a todos los recuerdos que con él venían: la noche anterior llovía intensamente afuera, había llegado mojada al hotel, y él la recibió riéndose de su atuendo mojado.

-Menos mal que trajiste una muda más- le gritó cuando se estaba cambiando en el baño. Y salió cambiada, seca, y sonriente. Pidieron pizza a la habitación, por más que no fuera lo más sano para él, ni lo más romántico según los dogmáticos clichés; pero salir a cenar a un restaurante, o incluso al propio del hotel, era caminar en la cuerda floja, a metros de llamas ardientes. En otras palabras: era demasiado riesgoso.

Cenaron, hablaron de la vida, y se contaron sus problemas. Los mismos de siempre, a decir verdad. De la lucha de él, para salir de aquel estereotipo en el cual había sido encasillado tiempo atrás. De como ella se sentía vacía todo el tiempo, salvo cuando él estaba alrededor de ella. Y conforme el frío fue desapareciendo, fue apareciendo el calor.

Los problemas, dieron paso a las confesiones, los sueños, y aquellas cosas imposibles que querían hacer.  Y las palabras, dejaron de ser palabras para transformarse en acciones, acciones que todos los enamorados hacen, luego de pasar un día juntos. Los roces se sucedieron y ya no había calor "común" en la habitación, sino más bien un calor al que sólo aquellos que realmente lo buscaban, podían llegar.

Y cuando ella pudo sentir toda su masculinidad, dejó de sentir esa sensación de soledad que usualmente la golpeaba. Una oleada de felicidad y amor -amor verdadero, la inundó. Y sin embargo, todo aquello traía consigo un retrogusto amargo. Porque volvía a recordar que tan solo era una cuarta parte de su corazón, y que así se mantendría siempre.

Antes de dormir, trató de decirse a sí misma que en aquel momento sí estaba feliz. Lo hizo. Lo estaba. Y concilió el sueño, según ella, con una sonrisa en su rostro.

Ahora él se despertaba. La miró desde su lugar y suspiró, como lo hacía siempre. Aquella mujer era la única que parecía comprenderlo. Aquella que parecía tener la respuesta a todos sus problemas, dudas, y cuestionamientos. Y no podía darle otro grado más, que no fuese el bizarro y mundano grado de "amante", por más que aquella palabra lo asqueara por completo.

¿Qué los hijos traían la felicidad? Sí, eso era lo que decían todo. Y sí, él amaba a sus hijos más que a nadie en el mundo; pero aún con ellos en su vida, sentía que no todo estaba resuelto, sino que peor: los cables estaban más enredados. Los pequeños llegaron a su vida de forma temprana, cuando saboreaba la fama con el personaje de hombre invencible, aquel a quien todos amaban, y quien parecía tener la vida perfecta.

Hasta él se creyó aquel cuento. Podía darle a su familia los mejores regalos, a su esposa las mejores noches, y a sus hijos el mayor cariño. Y poco a poco, las cosas empezaron a fallar. Había una pieza del puzzle que no encajaba, aquella que era él. Él como persona, como ser pensante, y como ser sensible. Había creado una vida perfecta para aquellos que lo rodeaban, pero no para él. Y la verdad era que él no era feliz.

La sonrisa de sus hijos ya no lo llenaba de bienestar como antes. Ni su esposa vestida en la más fina y cara lencería, le daban el placer que algún día pudo llegar a tener. Y por más que su éxito profesional, crecía y crecía, aquella figura que describían estaba muy lejos de la persona que él se sentía ser. Y así fue que un día, en una de sus desesperaciones, terminó en un sucio y oscuro café, donde la vió a ella, concentrada en una hoja que escribía a velocidad luz, con el pelo cayéndole enmarañado sobre la cara, y los ojos con ojeras tan violetas, que contrastaban con su pálida piel.

Fue aquel presentimiento que todos decimos experimentar al menos una vez en nuestras vidas, lo que lo condujo a sentarse a su lado. Ella, al contrario de lo que él esperaba que hiciera, no tuvo problema en tenerlo a su lado, y siguió en lo suyo. Dejaba de hacer lo que hacía cuando él le hablaba, y le respondía con interés. Era única, lo supo desde un principio, y lo hacía sentir tranquilo. Como si el torbellino que había en su cabeza, desapareciera por un momento. Como dicen por ahí, el resto fue historia. Y más tarde ella le haría saber que él era el único quien le hacía sentir todas aquellas cosas que no sentía con nadie más.

Acostado en la cama, aún, él la vió levantarse y cambiarse. Debía tener todo junto antes de las diez de la mañana, hora en que su tren partía de vuelta a casa, treinta minutos antes, que su esposa e hijos llegaran a la hora pactada. Así eran las cosas de ellos: jugaban con el tiempo, al borde de un barranco. La más mínima equivocación, y se caían más de diez metros barranca abajo. Y sin embargo, a aquella mujer cuya alma se sentía vacía, y a aquel hombre quien decía tener un torbellino en la cabeza, les gustaba mucho jugar al borde del barranco.

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⏰ Última actualización: May 03, 2016 ⏰

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La Oveja Negra (Eden Hazard)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora