Parte I: Descenso a la Oscuridad

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¡Hueste extraña de gritos justicieros
el cierzo se ha metido en vuestros nidos!
A orilla de los ríos amarillos,
por la senda de los viejos calvarios,
y en el fondo del hoyo y de la fosa,
dispersaos, uníos.

A millares, por los campos de Francia,
donde duermen nuestros muertos de antaño,
dad vueltas y dad vueltas, en invierno,
para que el caminante, al ir, recuerde.
¡Sed pregoneros del deber, ¡Oh nuestros
negros pájaros fúnebres!

Arthur Rimbaud.

Viernes, 13 de abril de 2001.

La última vez que me topé con aquel muchacho de rebeldes cabellos castaños fue una primavera. Irónico, ¿no lo creen?, que ese día final, grandes nubarrones oscurecían el cielo, lanzando gruñidos contra la desprotegida tierra como una amenaza latente de hacerla sucumbir.

La habitación de Evan se encontraba en el segundo piso, con las luces apagadas. Recortes y páginas de antiguos libros cubrían las paredes, que estaban sucias, ansiosas de probar el aire fresco del anochecer que se acercaba. Papeles, ropa y frascos desperdigados por la cama no lograban equilibrar el resto de la habitación con el suelo, que estaba lleno de platos de comida, libros abiertos, basura, insectos muertos y marcas de gis por doquier. Pequeños cúmulos viscosos de cabello, uñas y sangre se secaban a la tenue luz rojiza que aún llegaba de afuera.

En medio del desastre estaba Evan, frente al espejo. Lágrimas recorrían sus mejillas, ahuecadas por tanto tiempo sin comer. De sus ojos, enfrascados en el reflejo, colgaban bolsas de color morado y sus labios secos temblaban incontrolablemente al compás de su corazón angustiado. Llevaba horas ahí, en silencio, imaginando su cuerpo destrozado, mutilado, quemado en el suelo, tal como ella se lo mostraba dentro de pesadillas durante largas y agonizantes noches.

Él ya me esperaba desde aquel día en que decidió poner un pie fuera de su hogar y no volver nunca más; sin embargo, en ese entonces la posibilidad de una visita mía aun le parecía lejana. Verás, aquel peculiar joven estaba casi seguro de que podía alejarse de todo, pero aprendió muy tarde que no se puede huir del pasado ni evadir el destino, y mucho menos evadirme a mí.

Evan se puso de pie, apoyándose en sus manos cubiertas de llagas, y abrió con cuidado la ventana para después volver a su antigua posición en el suelo. Yo entré sin avisar, con cierto alivio después de todo el tiempo que me habían hecho esperar afuera. Él ni siquiera notó que crucé la habitación y me escondí dentro del armario, pues estaba demasiado atento a lo que sucedía en el espejo, con una pizca de locura en la mirada. Pude escuchar la sangre bombear a borbotones dentro de sus venas.

Hacía ya tiempo que las alucinaciones habían tomado el control absoluto de su mente. Enormes cuervos negros, bañados en el líquido escarlata de sus seres queridos estaban siempre siguiéndolo, siempre atormentándolo, y el terror que solía extinguirse con la luz del alba, ahora arañaba su cabeza también durante el día. Evan tenía miedo de estar dormido y de estar despierto, pero, sobre todo, de estar vivo. Y tantas horas sin pegar ojo habían hecho que se mordiera las uñas enteras de la desesperación, que se arrancara los cabellos en llanto y que arañara su piel una y otra vez hasta dejarla en carne viva, incapaz de paliar la agonía. Los veía en todas partes, a todas horas, todos los días, incapaz de gritar, incapaz de correr, y en aquel momento supo que estábamos cerca, acechando, aguardando.

En cuanto dejó de pecar en la ignorancia, el pánico y la ansiedad lo sometieron. ¡Oh! Su existencia era tan solitaria, tan mísera.  No podía pedir ayuda a nadie sin que su paradero e identidad fueran reveladas, poniendo así a los que más amaba en peligro, y tampoco podía luchar ya, pues sabía que de hacerlo se perdería en la eterna oscuridad. La única opción que le quedaba era la rendición.

Fue entonces cuando escribió aquellas delicadas hojas de papel que, mediante gotas de tinta, recitaban pensamientos cargados de melancolía, de amor, de anhelo; y las guardó en el lugar más seguro en el que pudo pensar, con la esperanza de que, en unos años, fueran leídos y, mucho más importante, comprendidos por aquellos a quienes se los había dedicado.

La carta dedicada al amor de su vida, era la última que había redactado, pero tristemente, esa fue la única que jamás salió de su bolsillo. Las palabras que Evan le regaló a aquella mujer quedarían suspendidas en el aire para siempre.

Y todo para terminar aquí, adentro de un cochambroso cuarto.

Tosí un poco, escupiendo el polvo anidado en mi garganta, y de pronto, algo tocó la ventana. No eran gotas de lluvia, ni tampoco la imponente entidad por la que el joven esperaba. El ser responsable de aquel ruido era un cuervo negro, que se posó sobre la cornisa de la ventana y picoteó varias veces más, revelando su presencia. Aspiré un poco del alma de Evan desde lo lejos, observando su cuerpo temblar y sintiendo el terror que carcomía sus entrañas.

"Ya viene", susurró.


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