Decidí tener novio para perder mi virginidad. A los catorce años, sentí que el peso de mi castidad me asfixiaba con una desazón que ninguna práctica onanística lograba saciarme. Años de consumo excesivo de pornografía habían catapultado mis expectativas sexuales a un nivel demasiado alto. Quería saber cómo se sentía tener dentro de mí un largo y grueso pene, saber cómo era que una boca mordiese y chupase mis pezones. Y para eso necesitaba un hombre.
En mi instituto las chicas querían un novio, aunque no para los mismos motivos que yo. Por un lado estaban las «frígidas», las que veían a los chicos de sus clases como «asquerosos pringados» y que fantaseaban con un amor adolescente romántico, ya sabes: un chico guapo, divertido pero intelectual, guapo, poeta y deportista a la vez, guapo, rebelde pero sensible, guapo y, por supuesto, perdidamente enamorado de ella. Al otro extremo, por el contrario, estaban las «guarras», las que veían a los chicos de sus clases como «pobres pringados» y que se enrollaban con algún chico aleatorio cada viernes en la discoteca de tarde de las afueras, alardeando de sus chupetones en el cuello el lunes con un pronunciado escote aunque fuese invierno, y que, gracias a lo guapas y atractivas que eran, los chicos molones (cualquier ser varón fuera del instituto) hacían colas por ellas.
Lo cierto es que, frígidas o guarras, ninguna veía el sexo como una experiencia placentera, era como si sus bajo vientres no ardiesen de aquel deseo que pugnaba en mí. Yo no quería perder mi virginidad como un acto de amor inmortal, ni tampoco lo quería para marcarme como una mujer deseada entre niñatas. Sólo quería follar y gemir tan fuerte como parecía que disfrutaban las mujeres tetudas de por aquel entonces basto y aún sin censurar Internet. Pero aunque no tenía esa necesidad romántica como las frígidas, tampoco quería ser una guarra.
Así que opté por un novio.
El problema es que no era tan fácil como proponérselo.
Los chicos de mi clase se pasaban el día hablando de sexo e intercambiándose revistas eróticas por debajo de los pupitres. Parecían muy interesados en perder la virginidad, aunque ninguno se refería a sí mismo como «virgen». Hablaban de mojar el churro o triunfar, alusiones que no ponían en evidencia su carencia de experiencia, salvo en el caso de darse el deseado encuentro, que entonces era estrenarse. Aquel conjunto de hormonas en plena erupción parecía la mejor carta para escoger.
Sin embargo, entablar contacto con ellos no resultó muy factible. Si yo tenía unas expectativas muy desfiguradas del sexo, ellos las tenían de las mujeres. Quizás era porque una mujer real les intimidaba, quizás porque se esperaban que su primera mamada se las hiciese Angelina Jolie (la gran Diosa deseada de ese momento encarnando a Lara Croft en Tomb Raider). El caso es que conmigo las relaciones no fueron buenas.
Por supuesto, yo adopte el pensamiento que hubiese tenido cualquier adolescente de catorce años en mi lugar: me culpe a mí misma, sintiéndome gorda, fea y poco estilosa. La verdad es que al apreciar fotos mías de aquel momento, pienso que era una lindura, quizás nunca fui tan bonita como en aquella época, pero las inseguridades no me dejaban ver eso. Yo tenía una larga y brillante melena que me rozaba la curva de la espalda. Siempre, todo el mundo, decía lo bonito que era mi pelo. Pero yo lo odiaba: era grasiento, indomable (¡de aquella lo de las planchas de pelo no estaban muy de moda!) y totalmente idéntico a la longitud de todas mis compañeras. Por lo que supuse que si eso era lo más bonito que tenía, es que debía de ser fea e insulsa.
Mi tía Susana era la menor de siete hermanos y, siendo yo la hija del hermano mayor, nos llevamos pocos años. Para mí era un referente de diosa. Pelo rizo como una leona, cargada de mucha espuma, acompañada de ojos grises y boca grande. La llamaban la Shakira del barrio. Estudiaba estética y sus mejores complementos eran los chicos guapos que suspiraban por ella. Un día le pedí «quiero ser guapa, guapa como tú», y ella accedió a ser mi hada madrina. Arregló mis cejas con una forma bastante bonita que suavizaba mi nariz, me regaló una base de maquillaje ligera para tapar mi acné, me llevó de compras y me cortó el pelo.
Estilo bob cut por debajo de la mandíbula con flequillo recto y ligero. Ése se convertiría en mi señal durante años. Me encantaba, adoraba la forma en que se movía alrededor de mi cara, enmarcándolo suavemente, y como cogía volumen en mi nuca realzando mi cuello. Una barra de pintalabios rojos daba el toque. Con ese corte de pelo, podía ponerme cualquier trapo porque tenía estilo.
Entonces me fijé que los chicos de mi clase me veían más. A veces los pillaba hablando entre ellos señalándome y lanzándome miraditas, y aunque cuando me acercaba a ellos no me recibían con la etiqueta de «frígida» y esas miradas de superioridad, tampoco acertaban a hablarme con coherencia. Sólo se quedaban estáticos.
Tras un mes, uno de ellos se me acercó a la salida y me entregó una nota hecha en una hoja cuadriculada arrancada de la libreta y doblada en forma de estrella. No había WhatsApp ni Facebok, eran los muros y la mensajería instantánea de nuestra generación y cuidábamos muy bien la presentación adornando nuestras cartas con bolígrafos fosforescentes de colores, brillantina, símbolos en las esquinas e ingeniosa papiroflexia. En la nota se presentaba formalmente, como si no hubiéramos estado tres años en la misma clase, me explicaba sus aficiones tan comunes como las de cualquier chaval de esa edad, hablaba de lo graciosa que yo le parecía, aunque nunca hubiéramos hablado, y terminaba preguntándome «¿quieres ser mi novia?». Por supuesto, yo le respondí con otra carta igual de engalanada, correspondiendo con mi presentación formal, un informe sobre mis gustos, una sentida aclaración de que me gustaban sus ojos verdes y un anhelado «me encantaría ser tu novia».
Nuestro noviazgo duró una semana, en la que sólo hablamos un total de tres recreos, con sudores fríos, palabras entrecortadas y mejillas rojas. Por supuesto, ni nos llegamos a besar.
Supe entonces que si quería perder la virginidad necesitaba un novio mayor.
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Con condón, por favor.
ChickLitLa llamada del sexo despertó en mí con tanta fuerza como un huracán siendo yo aún muy niña. Supe, en una revelación, que ésa sería mi manera de expresarme. Desde que decidí perder mi virginidad a los catorce años, mis encuentros sexuales han sido ta...