Los ojos verdes

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El ciervo está herido. Va dejando un rastro de sangre... Y va medio cojo, pero...¡Cielos! ¡Hay que contarle el camino! ¡Que no pase de esos matorrales, que no llegue hasta ellos! ¡Va hacia la fuente de los Álamos!  ¡Sí alcanza la fuente, lo perdemos!

Los cuernos de caza se confundieron con los ladridos de los perros, que iban a la captura del animal desvalido. Los perros y los jinetes se precipitaron hacia donde había señalado Íñigo,  el mejor de los hombres al servicio de los marqueses de Almenar.

Pero fue inútil, las últimas fuerzas del ciervo le dieron vida, y con agilidad se deslizó entre los matorrales para llegar al camino que conducía a la fuente.

En éstas, apareció entre los cazadores Fernando de Argensola,  el hijo mayor de los Almenar, y empezó a gritar:

-¡Pero cómo! ¡Inútil supersticioso -dijo ofendiendo a Íñigo-, que no escape ese ciervo! ¿Piensas que e venido a cazar para dejas que los lobos acaben mi trabajo?

-Señor, nadie se atreve a cruzar el bosque que lleva a la fuente de los Álamos. Quien lo hace cae en manos del espíritu maligno que habita sus aguas.

-Espíritus malignos... ¡Al diablo! Por Satanás que mi primera pieza no se me escapa.

Y tras decir esto, el hijo de los marqueses, Don Fernando, salió al galope detrás del ciervo herido y en dirección a la triste renombre. No sirvieron los es esfuerzos de Íñido para evitar su marcha. Días después, Don Fernando estaba absorto en sus pensamientos, decaído, mientras Íñigo le hablaba:

-Señor,¿que pasa? Desde el día en que cruzó usted la maleza que aparta la fuente de los Álamos, noto un gran cambio. Triste y cabizbajo siempre, ya no va usted a cazar con sus amigos, y ¿qué hace sólo en el bosque desde el alba hasta la noche?

Después de un largo silencio, Don Fernando se dirigió a su criado:

-Íñigo, tú ya eres viejo y conoces estos lugares desde la infancia. Tú que has cazado durante media vida en los montes del Moncayo, dime: ¿Nunca has visto, por casualidad a esa mujer que habita sus bosques?

-¿Una mujer?

-Sí, una hermosa criatura. Pero... debo contarte algo más porque no puedo soportarlo solo. Desde el día en que me acerqué a la fuente, la soledad me castiga. Tú no conoces aquel sitio, Íñigo, donde el retiro te apresa. Es un lugar de una belleza incomparable. Bajo el espesor de los álamos,  la fuente deja caer sus gotas brillantes por entre las hojas hasta que se posan suavemente en el lago. Emiten una música celestial. El primer día que cabalgué hasta las aguas, me detuve fascinado: unos inmensos ojos, bellos como dos esmeraldas, me miraban desde el fondo del lago.

-¡Los ojos verdes!

-¿Cómo sabes tu que son verdes?

-Yo nunca he estado allí, pero lo he oído decir desde pequeño. Don Fernando, no vuelva usted más nunca allí, o pagará con la vida la osadía de haber profanado esas aguas.

-Sí, cierto, son verdes -siguió Don Fernando sordo a la advertencia-, desde la primera vez que la vi quedé hechizado. Mi único deseo es contemplarlos y allí paso mis días desde entonces. He visto a la mujer en otras ocasiones, en las rocas que rodean el lago, entre las verdes plantas que acarician la fuente. Llegué a pensar que era un juego de mi imaginació, pero no es así. He hablado con ella varias veces. Su hermosura es verdadera.

Pasó el tiempo, y un día Don Fernando, arrodillado, entregaba su alma al verde de los ojos cautivadores.

-¿Quién eres, criatura de las aguas? Vengo cada día persiguiendo u amor. Rompe tu misterio, para que yo te pueda amar. Te entregaré mi corazón... seas noble o plebeya, ¡no me importa tu condición!

Las sombras de la tarde caían sobre el Moncayo y la niebla envolvía las rocas que rodeaban el lago. Temblando de amor, el hijo mayor de los Almenar suplicaba a su amada y le rogaba que le revelara el secreto de su existencia.

Ella, hermosa como los secretos más inaccesibles, por fin, le habló:

-Y si fuera un demonio... ¿también me amarias?

-Sí... Te amaría como un loco, porque sé que mi destino es tu amor.

-Fernando -respondió la belleza de las aguas-, yo te amo incluso más que tú a mí. A mi lado, alcanzarás una felicidad que no has conocido y sabrás que el amor va más allá de lo que has imaginado. Yo no castigo al más valiente de los amantes.

Y la muchacha lo llamo desde el borde del abismo:

-Ven conmigo... Ven.... Besa mis labios...

Don Fernando avanzó hacia ella y sintió su abrazo de seda, sus labios fríos, un beso helado...

A su caída, las aguas saltaron doradas y la fuente llenó de destellos el bosque.

Por encima de él, las aguas se cerraron y dejaron anillos plateados que se abrieron muy suavemente hasta las orillas del lago.

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