Dominique

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En el mundo, existían más de siete mil millones de personas, y cada una de ellas creía o no en una de las miles religiones que residían en la actualidad o ya extinguidas. No obstante, había otras personas que creían en el destino, el cual nadie podía manipular y tan solo proseguía su propio transcurso. A diferencia del destino, existían las casualidades, cuyos resultados no eran previsibles y todo aquello sucedía al azar.

Lo que yo tanto me cuestionaba era en qué creía realmente. ¿En alguna religión? ¿En el destino? ¿O en las casualidades? Años atrás decía que creía en las casualidades, no obstante, ahora no creía en ellas. Ahora creía en el destino.

Creía en Elisabeth Lambert.

Describir a Elisabeth resultaba ser algo inverosímil, sería como tratar de idealizar como era el cielo, o como era el infierno. Pero al fin y al cabo, eso era lo que Elisabeth era para mí, el cielo. Ella evidenciaba la armonía que tras largos años traté de sentir, y la perspectiva de la que creí carecer eternamente.

Conmemoré la primera vez que la vi tras más de dos largos e insufribles años de distancia. Cómo sus aceitunados y vacíos ojos se impregnaron de los míos. Su respiración inquieta, así como sus deleitosos labios entreabiertos, de los cuales expulsaba invisibles y agitadas oleadas de oxígeno. Esa misma noche confirmé que ella era mi destino, mi cielo y mi abismo.

¿Cómo era posible que una sola persona, pudiese significar tanto para otra? ¿Cómo una persona podía representar el paraíso pero a su vez el abismo?

Evoqué el momento que nos comunicaron que ningún tratamiento era eficaz para mi leucemia. Recordé el miedo, y el vacío de aquél momento, cómo lo poco que quedaba de mi mundo interior se derrumbó en cuestión de segundos. En aquel momento, me detesté a mí mismo por amar tanto a Elisabeth, y por no haber aprovechado el tiempo atrás. Recordaba su rostro en el instante que le confesé que me estaba muriendo, creí que en aquel momento moriría de tormento tras ver que era cuestión de semanas, tal vez meses los que escaseaban para que desapareciese y no volviese a verla. Supe que si continuaba frente a ella rompería a llorar, porque al fin y al cabo todo el mundo llora. Me gané las miles de miradas de personas tras ver a una persona tan solitaria, maldiciendo bajo la lluvia y disimulando las lágrimas con la lluvia.

Horas más tarde, tras permanecer aislado de todo en mi habitación, apareció Elisabeth.

«¿Qué es el amor eterno, Dominique?» me cuestionó.

Nosotros éramos, somos y seremos el amor eterno.

Amé a Elisabeth eternamente, incluso cuando llegó la hora de despedirse. Todavía presente en la inconsciencia, quise decirle a Elisabeth que estaba bien, que ya no había dolor, y tampoco tenebrosidad, sino paz y tranquilidad. En sus insoportables noche de desvelo, la observaba de entre la luz y aun sin poder ser escuchado o visualizado, le prometí que el dolor sería pasajero, y que llegaría el día en el que se acordaría de mí como solo ella lograba hacer con una de sus inolvidables sonrisas.

Era por ello que ahora podía afirmar, que, Elisabeth Lambert había sido mi destino.

Un muy dulce destino.

El arte del más allá (NUEVA EDICIÓN)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora