Alexander Constantinakos, poderoso multimillonario director de una naviera de carga de renombre internacional que fue fundada por su abuelo, estaba en medio de la elegante y lujosa salita de su hogar en su isla jónica en Teópolis. Tenía la mirada clavada en el rostro de los niños gemelos que salían en la fotografía que estaba sosteniendo.
Aquellas caras idénticas de cabello y ojos oscuros y piel aceitunada lo miraban. Los tres iban vestidos con ropa barata y gastada.
Alexander era alto, de cabello oscuro y tenía las facciones de dos mío años de guerreros viriles y victoriosos esculpidas en los huesos de su hermoso rostro, del mismo modo que la determinación estaba esculpida en su mente. Estaba de pie en la ahora silenciosa sala. La acusación que le acababa de hacer su hermana todavía resonaba en su mente.
-tienen que ser hijos tuyos -acusó a Nikos su hermano menor-. Tienen los rasgos de la familia, y tú estuviste en la universidad de Manchester.
Alexander, Sander pára la familia, no tuvo que seguir mirando la fotografía que Elena había tomado con su teléfono móvil en el aeropuerto de Manchester tras visitar a la familia de su marido. No le hacía falta memorizar el rostro de los niños. Ya lo tenía grabado en la mente.
-No sé nada de esto -dijo el hermano menor, Nikos, rompiendo el silencio-. No son míos Sander, te lo prometo. Por favor créeme.
-Por supuesto que son tuyos -insistió Elena-. Mirales la cara. Nikos está mintiendo, Sander. Esos niños tienen nuestra sangre.
Sander miró a sus hermanos pequeños que estaban a punto de pelearse como hacían siempre de niños. Solo se llevaban dos años, pero él había nacido cinco antes que Elena y siete antes que Nikos. Tras la muerte de su abuelo, al convertirse en el único adulto de la familia, había asumido con naturalidad la responsabilidad de actuar como una figura paterna para ellos. Eso significaba actuar con frecuencia como árbitro cuando se pelean.
Sin embargo esa vez no hacía falta ningún arbitraje.
Sander volvió a mirar la fotografía y luego afirmó con rotundidad:
-llevan nuestra sangre, pero no es cosa de Nikos. Está diciendo la verdad. Los niños no son suyos.
Elena se lo quedó mirando fijamente
-Como lo sabes?
Sander se giró hacia la ventana y miro hacia el horizonte, que se fundía con el profundo azul del mar Egeo. Por fuera parecía calmado, pero dentro del pecho el corazón latía con fuerza. En el interior de su cabeza se estaban formando imágenes, recuerdos que creía bien enterrados.
-Lo sé porque son míos -le contestó a su hermana, que abrió los ojos de par en par ante el impacto de su revelación.
No era la única asombrada, reconoció Sander. El también se había quedado impactado al mirar su teléfono y reconocer al instante a la joven que estaba de rodillas al lado de los dos niños que sin dudas eran la viva imagen de su padre. De él. Resultaba extraño, pero parecía incluso más joven ahora que la noche que la conoció en aquel club de Manchester frecuentado por jóvenes futbolistas y por las chicas que les perseguían. A él le había llevado un conocido del trabajo, que le había dejado a su suerte tras escoger a una de las chicas, urgiendo a Sander que le hiciera lo mismo.
Sander apretó los labios. Había enterrado el recuerdo de aquella noche lo más profundamente que pudo. Una aventura de una sola noche con una chica envalentonada por el alcohol y vestida con ropa increíblemente ajustada y reveladora que llevaba demasiado maquillaje y que se le había insinuado con descaro. En un momento le agarro de hecho de la mano, como si quisiera arrastrarlo a la cama con ella. No era algo d Eli que un hombre orgulloso y que se respetara a sí mismo pudiera sentirse orgulloso, ni siquiera dadas las circunstancias de aquella noche. Ella era una de aquellas chicas que buscaban abiertamente los factores de los futbolistas de éxito que frecuentaban el lugar. Mujeres codiciosas y amorales cuyo único deseo era encontrar un amante rico, o mejor todavía un marido rico. A Sander le habían dicho que el club era muy famoso por atraer a ese tipo de mujeres. Había mantenido relaciones sexuales con ella por rabia y resentimiento. Contra ella por presionarle, y contra su abuelo por tratar de controlar su vida. Se había negado a darle más protagonismo en la dirección del negocio que estaba destituyendo lentamente con su obstinada negativa a avanzar con los tiempos.
Y también contra sus padres. Contra su padre por haberse muerto, aunque eso había sucedido hacia más de una década, dejándole sin su apoyo. Y contra su madre que se había casado por obligación con su padre mientras seguía amando a otro hombre. La rabia por todos aquellos sucesos había ido creciendo en su interior, y el resultado estaba ahora delante de él.
Sus hijos
Suyos.
Un sentimiento como nunca antes había experimentando se apoderó de el. Un sentimiento que hasta que le había asaltado, habría asegurado que nunca iba a experimentar. Era un hombre moderno, un hombre lógico, no dado a las emociones, y menos a la emoción que estaba sintiendo en esos momentos. Un sentimiento desgarrador e instintivo nacido de la herencia cultural que decía que los hijos de un hombre tenían que estar bajo su techo.
Aquellos eran sus hijos. Su lugar estaba con el, no en Inglaterra. Allí podrían aprender lo que significaba ser hijos suyos, unos Konstantinakos de Teópolis. El podría guiarlos a ser su padre, como le exigía su sentido de la responsabilidad. ¿Cuánto dolor habrían sufrido ya por culpa de la mujer que los trajo al mundo?
Él les había dado la vida sin saberlo, pero ahora que lo sabía, no se detendría ante nada en su afán de traerlos a Teópolis, el lugar al que pertenecían.
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A Merced de la pasión...
Novela JuvenilA merced de la pasión Penny Jordan Alexander Konstantinakos descubrió que una noche de pasión había traído consecuencias: dos, para ser exactos. Sin previo aviso, se presentó en la puerta de Ruby Wareham para llevarse a sus hijos gemelos a Grecia. ...