Siempre vestía con su uniformado y desgastado traje de color carbón, conjuntado con una atípica camisa negra y aquellos zapatos oscuros reflejando los bajos brillos. El único resquicio de claridad que resaltaba de aquel hombre, solo tenia cabida en la combustión de su cigarrillo.
Había sido una mañana ajetreada. Empezó el día con su férrea rutina. La alarma debió sonar a las 6; al bajar a la cocina, el café debió estar hecho; el autobús debió estar en marcha; la oficina debió estar abierta; la maleta debió estar vacía. Aquella mañana nada estaba en su lugar correspondiente. Pero curiosamente, todo estaba donde debía estar.
Se sacó la mano del bolsillo; la introdujo en la maleta; presionó los cinco dedos de la mano izquierda y agarrándolo por el mango, retiró la mano de la maleta; y se atrevió ha dejarlo a la luz, a la vista de cualquier ojo, de cualquier cámara, de cualquier mano ajena a la voluntad del observador, rompiendo así la primera de las normas.
Antaño muchos fueron los valientes, o mejor dicho, los inconscientes, que osaron creer que su capacidad, determinación y talante, serían mas adecuadas que la de su predecesor, para custodiar el aquél objeto.
Muchas fueron las muertes causadas por la avaricia del hombre, por el afán de custodiar el poder, la capacidad, la simple y vana curiosidad... Todo ello causado por la cara opuesta del objeto, que ahora de nuevo, custodiaba el observador.