Los chicos treparon por los escalones y se asomaron a la ventana. Estaban arrodillados en el cemento, manchándose de cal las rodillas. Para ellos esas manchas eran un signo de triunfo, acaso un trofeo que se llevaría cada uno a su casa, hasta que sus madres las vieran y quisieran deshacerse de ellas. Pero en ese momento ellos no pensaban en sus rodillas. Los dos se concentraban en mirar, intentando mantener sus mentes en blanco, y no pensar en nada que no fuera aquella vieja cocina-comedor con pisos negros y paredes grises manchadas de humedad. No pensar en nada que no fuera esa vieja que lentamente, se movía desde una pequeña heladera hasta una mesa redonda, también chica, llevando una caja de leche y un vaso de plástico.
A Javier le gustó ver que la vieja tenía puestas medias azules bajo sus chancletas, cosa que le daba un aire excéntrico y en cierto modo, sabio. Su abuela Rosa usaba también chancletas sobre sus medias gruesas, aunque cuando tenían que salir se las cambiaba por zapatos.
Gerardo, por otro lado, miraba al gato blanco y negro de la mujer con ganas de torturarlo con sus caricias pegajosas. El gato lo miró fijo a los ojos, indiferente, durante unos segundos y luego siguió lamiéndose la pata y pasándosela por la cara. En ese momento Gerardo deseó aún más ser el dueño de aquel animal, y envidió a aquella viejita en camisón que tomaba un vaso de leche mientras miraba la televisión.
Los chicos, de diez años Gerardo y doce Javier, disfrutaban muchísimo de esa actividad que realizaban en secreto todos los sábados: caminaban un rato por su barrio, eligiendo una calle cualquiera. Luego miraban atentamente todas las casas de una cuadra. La que les llamaba más la atención -ya fuera por su antigüedad, por su belleza o su accesibilidad- era la seleccionada. Entonces lenta y silenciosamente entraban a esa casa y contemplaban desde una ventana su interior. Miraban cada detalle de la habitación, pero no tenían permitido -por una regla nunca mencionada por ninguno de ellos- asomarse a más de una ventana por casa, ni entrar en la misma vivienda más de una vez, sin importar cuánto tiempo hubiera pasado. Este juego era terriblemente importante para ellos. Nunca se reían por ver algo en alguna casa, aunque fuera la cosa más cómica del mundo, ni se enojaban si justo la habitación elegida era muy aburrida, o estaba vacía. Tampoco se permitían mencionar nada de lo que hubiesen visto: ni a sus amigos, ni a sus familias; ni siquiera entre ellos. En verdad, no hablaban del juego y casi nunca lo habían hecho. Sabían que, si en ese momento uno de ellos aludiera a él, aunque fuese indirectamente, sería el final no sólo del juego, sino también de su relación.
Ahí, arrodillados, los dos pensaban en eso. Y se miraron en forma despectiva, como retándose el uno al otro a destruir aquella actividad tan querida para ellos. Pero ninguno dijo nada. Simplemente se miraron fijamente durante un largo tiempo, hasta que Gerardo apartó su mirada de Javier y siguió mirando al pequeño gato. Javier recorrió el patio con sus ojos, y se compadeció de la vieja que vivía ahí. Era muy chico y sin nada de pasto. Había una soga atada de unos ganchitos, y ahí estaba colgada la ropa: una bombacha rosa, un par de medias verdes con manchas de lavandina, una sola media amarillenta y una remera blanca que parecía nueva. Javier también vio unas macetas con la tierra seca y unas plantas marchitas y feas. Al lado de las macetas había un viejo balde con agua de lluvia estancada y podrida. Dio una vuelta para volver a mirar por la ventana pero se quedó mirando a Gerardo. Era gordito y colorado, aunque su pelo parecía negro en aquel momento. Una sombra le daba en la cara y lo hacía parecer más inteligente de lo que era. Javier nunca había sido amigo de Gerardo, ni Gerardo de Javier. Ellos no se veían nunca, exceptuando los sábados, y esos días se sentían como dos personas que viajan en un colectivo y se sientan juntas, y no están ni felices ni tristes por eso. Simplemente se sentaban juntos. Cuando se veían en la escuela no se saludaban. Pasaban de largo, dándose vuelta la cara, aunque sin odio ni resentimientos. Esos días no eran sábados: no tenían ningún motivo para saludarse, y por eso no lo hacían.
Hacía unos cuantos meses que repetían religiosamente sus reuniones. El juego había empezado por casualidad, un sábado en el que Javier volvía caminando de lo de su abuela Rosa. Casi llegando a su cuadra lo vio a Gerardo, terriblemente colorado, pateando la pileta de lona que ese verano había armado su papá en su jardín delantero. Dentro de la pileta flotaba de costado un barquito inflable que parecía haber perdido el balance por el tremendo oleaje que habían formado las patadas. Javier solo conocía a Gerardo de vista, pero igual se le acercó, arriesgándose a recibir una de las patadas. Con un poco de esfuerzo logró convencerlo de que tenía algo increíble para mostrarle lejos de ahí, aunque sin saber realmente a dónde llevarlo. Caminaron unas cuadras en silencio, Gerardo intentando secar disimuladamente las lágrimas y los mocos que habían chorreado por su rostro unos minutos antes. Javier terminó eligiendo un caserón enorme de una esquina, al que entraron sigilosamente, y en el que vieron a un hombre armando lo que parecía ser un trencito eléctrico. Se quedaron contemplándolo no menos de treinta minutos, hasta que sonó el teléfono de la casa y el hombre salió de la habitación. El sábado siguiente Gerardo esperaba en su vereda a que Javier volviera de lo de su abuela. No hizo falta decir mucho para que empiecen a buscar otra ventana.
Javier volvió a mirar la pieza de la anciana. La luz parpadeaba y el chico pensó que seguramente, si uno estuviera ahí adentro, escucharía el zumbido de la lamparita.
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Sábados
Short StoryLos chicos treparon por los escalones y se asomaron a la ventana. Estaban arrodillados en el cemento, manchándose de cal las rodillas. Para ellos esas manchas eran un signo de triunfo, acaso un trofeo que se llevaría cada uno a su casa, hasta que su...