Dejé que los monstruos me matasen a mí.

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Llegué a casa totalmente destrozada, sin ganas de seguir adelante, sin ganas de volar. Me sentía perdida sabiendo que nadie querría encontrarme, sabiendo que nadie querría perderse conmigo. No tenía lugares donde soñar, ni tampoco amores vestidos de azul a lomos de un caballo blanco que me salvasen.

No había nadie, como de costumbre aquél piso oscuro y desordenado estaba vacío. Por una vez en mi vida lo agradecí. Agradecí el poder desahogarme sin preguntas estúpidas, abrazos agobiantes y miradas de pena que hubiesen gritado: “Jodida loca adolescente que no sabe lo que quiere”. Y es que lo más triste de toda esta mierda es que ellos no sabrían que a la que no quieren es a mí.

Me escondí bajo las sábanas blancas y recién lavadas de mi cama, dejando que, por una sola noche, los monstruos atravesaran la oscuridad de mi habitación y me matasen a mí.

No lloré, ni tampoco grité, tan sólo respiré y miré el techo que, en ese momento, quedaba demasiado lejos como para alcanzarlo con la palma de mi mano, como todos aquellos sueños que se habían desvanecido horas antes, como todas las esperanzas que se habían quedado atrapadas en el bolsillo pequeño de su mochila llena de manchas y suciedad.

Pensé en una de esas tardes que pasamos juntos un par de semanas antes, sí, antes de que todo terminara de aquella forma tan mediocre. La pasamos tumbados en el césped de un parque botánico de las afueras de la ciudad, un parque botánico que pasaba los 365 días del año completamente vacío y, a la vez, lleno de flores rojas y muros de piedra de color ceniza. La hierba estaba fría, pero yo notaba que los latidos de su corazón estaban ardiendo (me recordaban a aquellos cafés que me tomaba los domingos por la mañana después de noches de sábados interminables y borrachos). Estuvimos horas mirando el cielo y tocándonos el pelo, estuvimos horas imaginando que las nubes tenían forma de tumbas con cruces enormes y jeringuillas que rebosaban sangre, estuvimos horas queriéndonos como los que más, estuvimos horas queriéndonos demasiado mal.

Matamos millones de imposibles volando con la mente y nos conectamos entrelazando los dedos de nuestras manos. Nos suicidamos trescientas cincuenta y dos veces y revivimos trescientas cincuenta y tres gracias a caricias en la espalda.

“Alibi” de 30 Seconds to Mars me devolvió a la realidad y fue en ese preciso momento cuando comencé a llorar, cuando sentí que mis lágrimas estaban más vivas que yo.

Y agotada de llorar me dormí… me dormí con esa puta canción “desgarra sentimientos” en modo repetición.

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⏰ Última actualización: Sep 29, 2013 ⏰

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