Capítulo 1.

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Madame Minerva
sécurité et discrétion

Esa era la breve presentación seguido de su número telefónico.
La tarjeta en color negra en papel de cera con letras púrpuras y una perforación en la esquina superior derecha con un cordón trenzado, era lo que denotaba la elegancia y limpieza de su trabajo.
El pequeño listón dorado amarillento el cuál terminaba haciendo un pequeño nudo en su cabo deshilachado, representaba su hermoso y largo rizado cabello rubio, el color de las letras era por el color de su ojos y el de la tarjeta era por su obscura vida y su conciencia podrida.

Y ahí estaba a diario, cerrando sus párpados... no por placer, sino para que sus lágrimas negras entintadas de rímel no brotaran como torrente de aguas turbias de sus ojos púrpuras. Encontrándose a diario en cualquier hotel, a cualquier hora, con cualquier persona, pues... ¿acaso importaba? Fingía gemidos y actuaba gestos para recibir de vez en cuando una insignificante "propina" o por lo menos para no ser maltratada y humillada por la "ineficiencia" de su trabajo.

Arriba de ella se encontraba un cuerpo tan activo pero a la vez tan inerte, tan caliente pero a la vez tan frío, tan vivo, pero a la vez tan muerto. Al terminar el acto, cubría con la sabana su desnudez como sintiendo pudor y con la moral más baja que al principio y pensando que si es que Dios existía, la miraría decepcionado como a la primera mujer cuando comió del fruto prohibido.

Abría sus enormes ojos violetas y contemplaba unos minutos el ventilador de techo como siempre lo hacía, después volteaba con aquel animal y esbozaba una forzada sonrisa sentado en la orilla de la cama con la espalda sudada y peluda, como seña de que según había quedado complacida, satisfecha; porque la mayoría de aquellas bestias les encantaba oírlo; les encanta saber que a pesar de que ella se había acostado ya con muchos más hombres, él era de los mejores: el que mejor se había movido, el que mejores técnicas y posiciones sabía, el que tenía el miembro más grande. Les decía ese inútil y falso halago en parte para complacer de principio a fin a su cliente, en parte como una sutil seña de que ya había acabado todo y era hora de pagar por los servicios prestados.

Narcotraficantes, ancianos millonarios, licenciados, doctores, políticos, magistrados, maestros, arzobispos, sacerdotes, empresarios, eran solo algunos de los oficios más comunes que sus clientes tenían, y aunque lo hacía solo con personas importantes y de buena posición económica y social, a veces, la necesidad era tanta que bastaba solo con ajustar la tarifa requerida para que ella prestara su cuerpo. ¿Acaso importaba quien fuera? Para ella eran iguales todos, con ninguno sentía placer, a casi ninguno le tomó cariño. Algunos otros alcoholizados o drogados típicamente juraban sacarla de esa mala vida, otros abusaban de ella tanto física, mental y sexualmente, y unos cuantos salían corriendo al terminar el acto sin pagar y... ¿qué podía hacer ella?, ¿salir corriendo desnuda a perseguirlos?, ¿repeler a sus agresiones?, ¿llamar a la policía?, ¡qué absurdo!, a fin de cuentas, ¿quién le presta atención a una prostituta mas que no sea en la cama?
La verdad era que pocos solo iban, tenían sexo, se vestían y se iban sin pronunciar palabra alguna mas que "salut" al llegar y "merci" al irse, dejando en el buró o en el taburete la cantidad exacta en francos, dólares o pedacera de plata. Cuando pasaba eso, para ella se podría decir que había tenido un "buen" día de trabajo.
Al terminar el acto, por lo regular, esperaba a que el cliente se retirara y así quedar absolutamente sola en la habitación. Se encerraba y en la bañera con la regadera abierta lloraba a más no poder. Golpeaba las paredes y tallaba fuertemente su sexo asqueada de él, y ahí se quedaba por un pequeño lapso de tiempo hasta tranquilizarse y relajarse un poco. Después de sacar sus sentimientos reprimidos se arreglaba, vestía y salía con ropa casual: pantalones de mezclilla acampanados y blusa fresca, o un simple vestido nada llamativo, sin ser extravagante como todas las demás aunque sabía que era como todas las demás. Salía del hotel como ladrón de un banco, persuasiva y volteando de reojo a todo mundo. Siempre procuraba no ir muchas veces al mismo lugar con el fin de que nadie sospechara y no se dieran cuenta de que su oficio era el más antiguo del mundo.
No era del tipo de prostitutas que entraba con su cliente con una confiada sonrisa y mirada altanera, ni tomándolo de la mano, ni platicando, ni como víbora enredada en él... siempre, como su tarjeta lo decía: "seguridad y discreción", no tanto para ellos, sino para ella.
Si no fuera por su bello rostro, ojos de flores moradas y cuerpo despampanante su negocio ya hubiera quebrado desde un principio, ya que no era ese tipo de mujerzuelas que bebía con ellos, que fumaba con ellos, que aceptara quedarse una noche o hacer cosas extravagantes a petición del cliente aunque la suma de dinero fuera llamativa. Entre más rápido y discreto fuera, mejor.

Al dirigirse hacia su casa siempre veía el piso al caminar como avergonzada de la vida, y si estaba con buenos ánimos pasaba por la plaza mayor o el parque, compraba algun antojo callejero y veía unos minutos al mimo haciendo sus faramañas; si andaba con la moral hasta al suelo, como casi siempre, simplemente caminaba, caminaba y caminaba por toda la ciudad, hasta que las piernas le dolieran y perdiera la noción del tiempo para así poder olvidar tan siquiera un poco el sabor amargo de su vida y del cuerpo masculino, pero, cuando tomaba razón, volteaba a su alrededor para otientarse y así tomar un bus o un taxi para creerse lo más parecido a una persona común fatigada por un horario de trabajo de oficina.

De vez en cuando si le quedaba cerca, pasaba por la pastelería Lyconette a visitar a una vieja amiga; comer un pastelillo, un café y una buena charla.
Al llegar a casa aseguraba con doble cerradura, se quitaba las zapatillas, tapaba ventanas con cortinas obscuras color vino y aventaba zapatos y sostén. Se quedaba casi diario ahí en las penumbras de la noche escuchando el ronroneo de tronchis, su gata. Después imaginaba en su mente el rostro sonriente de su hijo ya muerto y se soltaba de nuevo en lágrimas hasta quedar rendida con una herida en el pecho. Así dormía en donde le agarrara la melancolía, en el sofá, comedor, ducha... no importaba. Si se levantaba por la madrugada y no estaba en su recámara, como sonámbula, iba y se aventaba a su colchón de sábanas blancas para proseguir con el sueño, en el único lugar en donde era feliz, en donde existía el amor, en donde se podía vivir, en donde estaba su hijo, su familia... pero esa vez no pasó; se quedó dormida en el sofá y se despertó a las tres y cuarto de la madrugada, y, como siempre, se fue a su habitación con los ojos entrecerrados para no espantar al sueño, pero esta vez no pudo dormir, ya que, aunque lo había tratado de evadir, en 5 días más su hijo estaría cumpliendo nueve años de edad, y eso de verdad que le desgarró la noche, y más aún sabiendo a conciencia que, el día de mañana iba a doler más, y pasado mañana aún más, y ante pasado mañana más, y así hasta el día quinto.

Y comenzó a darse vueltas por toda la cama dormitando sin profundidad, imaginando cómo sería el pequeño rostro de su hijo, si tal vez fuera de cabellos castaños o quizá rubios como ella; si sus ojos fueran grisáceos o tal vez morados.

Cada día, al despertar, comenzaba a brotarle de sus ojos agua salada, orando a Dios ya no despertar nunca jamás.

Pero despertó.
Pero está vez nada fue igual.

Minerva; Crónicas De Una Prostituta.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora