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La pantalla de su móvil se ilumina con la llegada de un nuevo mensaje y el aparato vibra sobre la mesa del salón. Albert cabecea un par de veces sobre el amplio sofá tratando, por un momento, de fingir que no ha oído nada. Ni siquiera ha comenzado la campaña como tal –no pretende engañar a nadie, todo encamina a unas nuevas elecciones– y ya siente el agotamiento en lo más profundo de sus huesos, como su cuerpo protesta el alto nivel del estrés al que lo está sometiendo. Honestamente, no quiere ni imaginar cómo se encontrará una vez que empiece a tener que recorrerse toda la geografía española, hablando sin parar, a altas temperaturas, rodeado de muchísimos rostros que se mezclan unos con otros hasta convertirse en una masa indistinguible y luego abrazos, y fotos y sonrisas y besos y buenos deseos y más sonrisas que no siempre se siente con la fuerza de responder.

En ocasiones como esa, sin llegar al punto de arrepentirse de la decisión que tomó de hacerse político, es cuando más desea no ocupar el cargo más relevante dentro del partido. Con gusto se cambiaría por alguien que pudiera permitir que fueran otros los que tomaran las decisiones, que organizaran las cosas sin que fuera necesario contar con su opinión para todo, que se desplazaran a esos lugares y su voz fuese la que pronunciase los discursos. En definitiva, no ser la cabeza visible. Porque no tiene duda de que ese mensaje, al igual que todos los que llegan a continuación que hacen que el móvil se mueva con violencia salvándose de romperse contra el suelo por el cable del cargador que lo une a la pared, provienen de sus compañeros de partido, planteando las directrices que dirigirán su próxima visita. La galería está llena de fotos de lugares increíbles, sitios en los que, de haber sido cualquier ciudadano anónimo, no habría dudado en disfrutar al máximo posible; pasear por los jardines, perderse por miles de callejuelas y disfrutar de la gastronomía y el trato de las gentes en vez de conformarse con disparar el flash repetidas veces a toda velocidad frente a catedrales y monumentos de los que luego no recordará ni el nombre o sentarse frente a platos exquisitos que tendría que devorar en menos de quince minutos. En los trayectos casi interminables en coche suele pasar las imágenes, una detrás de otra, y a pesar de haber sido sus propias manos las que han capturado esos momentos a través de la fina lente de la cámara, es incapaz de evocar haber estado allí.

No obstante no puede ignorar su deber como presidente del partido, así que se incorpora con pesadez y coge el móvil, que se encuentra extrañamente quieto. Lo que no espera en absoluto es que la ristra de mensajes provenga de un grupo de Whatsapp que hace tiempo que había olvidado: "El espíritu del Tío Cuco". A pesar de que es ridículo desde todo punto, no puede evitar sentir un cierto cosquilleo de incomodidad al ver el título que parpadea en la pantalla indicando 50 mensajes nuevos. El espíritu del Tío Cuco era el grupo en el que se encontraba con Jordi y Pablo, creado justo después del cara a cara y que había permanecido en obstinado silencio desde hacía varios meses. Si bien el último mensaje data de mediados de diciembre y ya se le hace lejano, el programa en sí mismo se le antoja directamente a años luz. Con suspiro casi próximo a sonar de ansiedad accede a los mensajes desde el principio y sus peores temores se confirman al ver como Jordi propone una segunda vuelta. En honor a la verdad, de todos los mensajes de la conversación, Évole ha escrito solamente unos pocos, el resto son de Pablo contestando con evasivas y dando largas, argumentando falta de disponibilidad y horarios. Jordi había intervenido un par de veces entre esa ristra de mensajes y ninguno de los había vuelto a decir nada más. Albert supone que están esperando su respuesta. Pero no es hasta ese momento, cuando coloca los dedos sobre el teclado dispuesto a elaborar una respuesta que no comprometa a nada porque tampoco sabe cómo negarse sin sonar descortés, que se da cuenta de lo cansado que está realmente. No a nivel superficial sino mucho más hondo. No se siente con ánimo de iniciar una charla en la que el periodista trate de convencerle por cualquiera de los medios, así que apaga el móvil y se marcha a la cama deseando poder soñar con una respuesta lo suficientemente firme pero sin rozar lo agresivo que le sirva para escapar cuanto antes de lo que apunta a ser un callejón sin salida. En su lugar, su mente agotada se pierde en una nebulosa de cafés calientes, sonrisas mal disimuladas y dedos recorriendo pelo largo y carne tibia.

Bajo la superficieDonde viven las historias. Descúbrelo ahora