En una esquina de la habitación, un reloj del siglo XIX marca un compás lento y constante.
Click. Click. Click.
La habitación está casi a oscuras. Una lámpara de la misma época, con una tímida luz anaranjada, ilumina el cuarto con su luz muriente.
Click. Click. Click.
Las sombras se extienden desde las esquinas por el suelo, por las paredes, por las patas de la cama, por las paredes de la cómoda y el armario. Las ventanas están completamente negras, la oscuridad engulle la luz anaranjada.
Click. Click. Click.
Nada se mueve en la habitación. La quietud es absoluta, pero lejos de ser relajadora y armoniosa, te acecha, junto a la oscuridad que predomina en aquella habitación. Te observa, te rodea.
Click. Click. Click.
La puerta de la habitación está abierta, pero la luz, tan débil y muriente, no llega a adentrarse en el pasillo. La oscuridad te acecha a su vez desde allí, expectante, silenciosa.
Click. Click. Click.
Te revuelves incómodo en tus sábanas. Es en estas líneas, en estas palabras, que te detienes momentáneamente y miras a tu alrededor, con los ojos muy abiertos y rápidos como el rayo. Es en estas líneas que te das cuenta del pequeño detalle que lo cambia todo: estás en la habitación, rodeado de un silencio denso y tenebroso.
Click. Cick. Click.
Desvías tu mirada a la puerta e intentas, en vano, atravesar ese muro de oscuridad, vigilante, incansable.
Click. Click. Click.
Entrecierras un poco los ojos y concentras tu mirada en la puerta. A primera vista, puede parecer que nada ha cambiado. Pero te equivocas, y tus ojos se abren como platos cuando lo ven: una sombra.
Click. Click. Click.
Una silueta negra te observa desde el marco de la puerta.
Click. Click. Click.
La silueta sonríe, la luz tiembla y vacila con desvanecerse, las sombras avanzan lentamente hacia ti. Empiezas a temblar.
Click. Click. Click.
Tiras estas páginas al suelo y gritas. ¡Es Él! ¡Te ha encontrado! ¡Corre! Te levantas de la cama, la silueta se adentra en la habitación, se abalanza sobre ti y...
Click. Click. Click.
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La habitación
ParanormalEn una esquina de la habitación, un reloj del siglo XIX marca un compás lento y constante. (Lectura preferible durante la noche, a poder ser).